GEORGE ORWELL, EL SOCIALISTA INCOMODO

Orwell por Russ Cook
Celebrado como “Profeta del mundo libre”, “San George Orwell”, “El hombre más honesto de nuestra época”, “Conciencia de su generación”, “Socialista incorruptible”, George Orwell generó un culto absolutamente desproporcionado con sus méritos literarios. “En los 50”, dice Raymond Williams, “la figura de Orwell parecía agazapada a la vuelta de cada esquina. Se intentaba algún nuevo análisis cultural, y allí estaba Orwell; se quería informar sobre el trabajo o la vida ordinaria, y allí estaba Orwell; se embarcaba uno en cualquier clase de discusión sobre el socialismo, y se encontraba con una estatua de Orwell inmensamente inflada, advirtiéndole que retrocediera”.
La discusión última en torno de Orwell no gira alrededor de sus dotes creativas. Fue el más exitoso e influyente escritor político del siglo XX. En torno suyo se tejió la imagen de un luchador solitario y honesto, empecinadamente fiel a su propio sentido de la justicia y de lo que llamaba “decencia común”, virtudes que, característicamente, lo inducían a contradecirse con frecuencia.

En su juventud se había propuesto “convertir la escritura política en un arte”. Lo animaba el deseo de exponer las cosas tal como son y el de impulsar el mundo en dirección al socialismo. Pero criticó mordazmente a sus correligionarios, y escribió dos libros panfletarios que se convertirían en biblias de la Guerra Fría, y que lo harían famoso: Rebelión en la granja y 1984. No sólo eso: Orwell (cuyo virulento anticomunismo era más útil a la propaganda del Imperio, según señaló Arthur Schlessinger Jr., por provenir de un “socialista”) fue el verdadero inventor de la frase “guerra fría”: la usó el 19 de octubre de 1945 en el artículo “Usted y la bomba atómica”, publicado en Tribune, y el Oxford English Dictionary acredita su paternidad.

Aunque socialista, escribía para el mercado y sabía cómo satisfacer al cliente”, dijo un crítico. ¿Quién era el cliente? A Orwell no le hubiera gustado que lo sepamos, pero apenas él murió, la CIA compró secretamente a su viuda Sonia (el encargado de la diligencia fue Howard Hunt, y Sonia consiguió, además del dinero, una entrevista con Clark Gable) los derechos cinematográficos de Rebelión en la granja, y orquestó y distribuyó el film producido en Inglaterra, reforzando su carácter propagandístico mediante una modificación del final.

Hasta que punto contribuyó la obra orwelliana a alimentar las calderas de la guerra fría, lo ilustra la anécdota relatada en Herejes y renegados por Isaac Deutscher, a quien un neoyorquino le recomendó la lectura de 1984 en estos términos: “¿Leyó usted ese libro? Tiene que leerlo, señor. ¡Así sabrá por qué tenemos que lanzar la bomba atómica sobre esos malditos bolcheviques!” “¡Pobre Orwell!”, añadía Deutscher. “¿Habrá imaginado alguna vez que su libro llegaría a ser un artículo tan importante para la Semana del Odio?”

A la fecha se han vendido ochenta millones de ejemplares, en más de sesenta idiomas, de Rebelión en la granja y 1984. Muy lejos de esta cifra queda el magnífico Homenaje a Cataluña, sus otros seis libros, y los setecientos artículos y ensayos que dejó escritos al morir, entre los que se cuentan piezas antológicas. En vida reunió parte de ellos en Inside the Whale and Other Essays (1940 y The Lion ad the Unicorn: Socialism and the English Genius (1941). Hoy la oferta de textos orwellianos es mucho más abundante.

LOS HERMANOS GRANDES SEAN UNIDOS. En la medida en que el derrumbe del imperio soviético restó utilidad propagandística a Rebelión en la granja y el dedo acusador de 1984 parece apuntar a otros blancos (ya Herbert Marcuse en El hombre unidimensional y Erich Fromm, en un prólogo, esbozaron un Hermano Grande con cara de Tío Sam) la figura de Orwell es más discutida, y los pecados que antes se le pasaban por alto, o se le justificaban con mayor caridad, se traen a colación más a menudo.

Críticos no le faltaron en vida: un periódico británico de izquierda lo clasificó “el Gusano del Mes”, el feminismo lo tildó de “pobre tipo” y “misógino”, y H. G. Wells le escribió, lisa y llanamente: “Eres una mierda”. No era fácil amar a George Orwell. Detestaba a los “intelectualoides, los maricones y los cerdos ricos”, tanto como a los que se empeñan en vivir a la moda, y no le importaba despertar antipatía, lo que a todas luces logró. Propugnaba un socialismo a ultranza, que incluía las ideas de igualar los ingresos, acabar con la Cámara de los Lores, los compartimentos de primera clase en los trenes y el uso de smoking, así como la descabellada suposición de que la Guardia Nacional inglesa podría convertirse en un similar de las milicias republicanas españolas. Y así como D. H. Lawrence desaprobaba el sexo de todo el mundo, salvo el suyo, Orwell desaprobaba el socialismo de todo el mundo, salvo el propio, y no se cansaba de ridiculizar a sus correligionarios. Como le ocurría a tantos supuestos “demócratas”, odiaba a Stalin, pero no le desagradaba Hitler: en 1940, en una reseña de Mi lucha, escribió: “Nunca he sido capaz de sentir aversión por Hitler… El hecho es que hay algo profundamente atractivo en él…” Y podía ser increíblemente desleal, mal intencionado y agresivo en sus polémicas, incluso con colegas y amigos. “Uno tiene derecho a esperar decencia común hasta de un poeta”, amonestó a Ezra Pound. Llamó a W. H. Auden “Kipling sin barriga”, y a su círculo “la izquierda marica”. Más tarde conoció a Auden y le tomó simpatía, por lo que decidió no tratar más personalmente con las personas sobre las que escribía. No hay duda de que en muchas ocasiones Orwell abusó de su posición.

Stephan Collini resumió bien parte de los cargos contra Orwell: “Como escritor es una figura de notorias limitaciones. Sus novelas sufren por sus cualidades esquemáticas, propagandísticas; su tosca personalidad literaria lo llevó a ser simplificador y filisteo; y hay algo cansador en esa insistencia en que sólo el intratable solitario que él era tiene posibilidad de decir la verdad; es un compendio de prejuicios intolerantes, representados por sus repetidos ataques a los ‘intelectuales maricas’”. Esto sin contar sus espasmos antisemitas y su actuación como informante de los servicios secretos ingleses, agravada, si cabe, por observaciones personales que The New York Times calificó de “sencillamente horrorosas”. “Todo santo debe ser considerado culpable hasta que se demuestre su inocencia”, pontificó acerca de Gandhi, cuyo pacifismo (“fascifismo”) lo exasperaba, y a quien comparó con Pétain, Salazar, Hitler y Rasputin. Parece que a nadie, mejor que a San George Orwell, le cabe la desconfiada prevención.

NI ORWELL NI INGLES. No era Orwell ni nació en Inglaterra: se llamaba Eric Arthur Blair y vio la luz el 25 de junio de 1903 en Motihari, India. Su padre era funcionario del Departamento del Opio británico (“Una de esas ocupaciones que bien pueden hacer que un niño se pregunte si su padre es un caballero”, diría Stephen Spender). En 1907 viajó a Inglaterra con su madre y dos hermanas. Asistió a la escuela preparatoria, y entre 1917 y 1921 estudió en Eton, donde realizó sus primeros intentos literarios. En 1922, en vez de ir a Oxford o Cambridge, se enroló en la Policía Imperial India, en la que sirvió cinco años, durante los cuales cobró conciencia de las iniquidades del imperialismo colonial inglés. No obstante, daba rienda suelta a menudo a la iniquidad propia: “Aunque la de los ingleses era una horrible tiranía”, escribió, “nada me hubiera hecho más feliz que clavar una bayoneta en la barriga de un monje budista”.A comienzos de 1928 renunció a su puesto “para escapar no sólo del imperialismo, sino de toda forma del dominio del hombre sobre el hombre”. Regresó a Londres, decidido a convertirse en escritor: alquiló un cuarto en Portobello Road, y comenzó a trabajar en su nuevo proyecto. Su asunto inicial lo sumergió en un mundo absolutamente distinto del de sus amigos y camaradas de Eton, de la Policía Imperial, y del suyo propio.

Hizo lo que en 1902 había hecho Jack London para escribir The People of the Abyss. Encarnando un vagabundo desocupado, bajo el nombre de P.S. Burton, penetró en el “vientre de la bestia capitalista”: el East End londinense. Procuraba investigar la vida de los parias ingleses, y salvar la distancia psicológica que de ellos lo separaba (lo que no logró nunca). En 1929 extendió sus investigaciones a París, donde pasó hambre, trabajó un par de meses como lavacopas en un hotel, y del 7 al 22 de marzo, permaneció internado en el Hospital Cochin, atacado de neumonía. Regresó a Inglaterra a fin de año, y pasó la Navidad con su familia, a la que anunció el libro que preparaba en base a sus experiencias. A partir de 1930 adquirió cierto prestigio como colaborador en diversas revistas y periódicos.

Durante un tiempo siguió vagabundeando por Londres, usando la casa familiar como base de auxilio, pero en 1932 la pobreza lo obligó a acabar con la bohemia y emplearse como maestro de escuela en Middlesex. Un año después el editor izquierdista Victor Gollancz publicó su primer libro. En las últimas por Londres y París, en el que Blair estrenó el seudónimo George Orwell, que caracterizará en el futuro al D’Artagnan de la conciencia moral inglesa. Las expresiones antisemitas, muy traídas de los pelos, incluidas en En las últimas por Londres y París, suscitaron muchas quejas y hasta la amenaza de querellas judiciales. Siguieron dos novelas: Días birmanos (1934) mordaz secuela de su experiencia colonial, e Hija de clérigo (1935) la menos leída de sus ficciones, por buenas razones. Para esta época, Orwell se había convertido en dependiente de una librería en Hampstead, publicaba una columna de crítica bibliográfica en “New English Weekly”, y mantenía contacto con varios simpatizantes del Partido Laborista Independiente. En Keep the Aspidistra Flying (1936), las aspiraciones literarias y humillaciones financieras del poeta renegado Gordon Comstock, reflejan las suyas propias.

EL ABOGADO DEL DIABLO. El año 1936 fue crucial para Orwell. Viajó al norte industrial inglés, comisionado por Gollancz para escribir un libro documental sobre los trabajadores y desocupados de la zona, que publicaría el Club del Libro de Izquierda. El libro sería The Road to Wigan Pier (1937), y Gollanc le introdujo un prólogo previniendo al lector acerca de una parte en la que Orwell hacía de “abogado del Diablo en el caso contra el socialismo”. No obstante, esta vivencia terminó de convertir a Orwell al socialismo, aunque desde el primer momento su actitud sistemáticamente crítica le valió la reputación (que jamás perdería) de compañero de ruta independiente e “incómodo”.

Luego se mudó a una pequeña granja en Wallington, y el 9 de junio se casó con Eileen O’Shaughnessy. En diciembre de 1936 la pareja viajó a España, donde se unió a una milicia anarquista, el Partido Obrero de Unificación Marxista. “Había llegado a España con la idea de escribir artículos periodísticos, pero casi de inmediato me uní a la milicia, porque en ese momento y en esa atmósfera parecía lo único que era conceible hacer… Fue la primera vez que me encontré en una ciudad en la que la clase trabajadora tenía las riendas… Inmediatamente reconocí esto como un estado de cosas por el que valía la pena luchar”, recordó en el magnífico Homenaje a Cataluña (1938).Durante la primavera de 1937 sirvió en un sector relativamente tranquilo del frente, y a comienzos de mayo participó en luchas callejeras en Barcelona. De regreso en el frente, el disparo de un francotirador fascista le atravesó la garganta, a resultas de lo cual quedó un tiempo sin habla y con un brazo paralizado. Durante su convalecencia, el POUM fue acusado por los stalinistas de profascista y muchos de sus integrantes fueron encarcelados o muertos.

Los Orwell escaparon a Francia y retornaron a Inglaterra, donde les asombró comprobar que la prensa de izquierda aceptaba la versión comunista de la historia. La experiencia española despertó en él su odio al comunismo. Su lema ideológico sería: “El capitalismo es una enfermedad, el socialismo es la cura, el comunismo la muerte del paciente”.

ATRAPADO. Viviría tan cautivo de su odio como de la tuberculosis que aquel mismo año se le declaró, y que no le daría sosiego hasta matarlo. Pasó ese invierno en Marruecos, donde escribió Coming Up for Air (1939) otra historia sin mayor mérito. De regreso en Wallington trabajó en la serie de ensayos que reuniría en Dentro de la ballena. En principio se había opuesto a la guerra, porque creía que conduciría a la “fascistización” de Inglaterra. Cuando cambió de opinión, no pudo alistarse a causa de su salud. En 1940 se alistó en la Guardia Nacional, y a fines de ese año empezó a trabajar en las transmisiones a la India del Servicio Oriental de la BBC; pero ese trabajo le parecía inútil y deshonesto. En 1943 renunció y se empleó como editor literario de la revista “Tribune”, publicación laborista; y en noviembre empezó a escribir Rebelión en la granja.

Orwell con su hijo Richard, 1945
Quise escribir un libro que cualquiera pudiera comprender fácilmente, y que se tradujera sin dificultad a cualquier idioma”, explicó. Rebelión en la granja es una fábula satírica que cuenta la rebelión de los animales de una granja inglesa contra el Sr. Jones, su explotador. Los cerdos “revolucionarios” ­–Old Major, Napoleón y Snowball- representan a Marx, Stalin y Trotsky, y otros caracteres completan el cuadro, suficientemente elemental para que lo entienda un niño de escuela. Pero la Unión Soviética era entonces aliada de Inglaterra en la batalla contra el nazismo: Gollancz rechazó el libro y lo mismo hicieron Faber y Jonathan Cape. Dieciocho meses después, Secker and Warburg aceptó publicarlo. En el ínterin, Orwell se había convertido en corresponsal de guerra de “The Observer” y “The Manchester Evening News”, y viajó a París, Alemania y Austria. Se ha observado que en sus despachos nunca hizo patente el horror de los campos de concentración. “Si la realidad de Auschwitz llegó a él, su registro fue amnésico”, dice Mary McCarthy.

En junio de 1945, Eileen murió en el curso de una operación. El escritor quedó a cargo del pequeño Richard, su hijo adoptivo. A su regreso a Inglaterra, casi coincidiendo con el estallido de la primera bomba atómica en Hiroshima, apareció Rebelión en la granja. Su éxito fue inmediato: gracias a los derechos percibidos, Orwell se vio por primera vez libre del trabajo “menor”, y pudo instalarse en una perdida granja en la isla de Jura, en las Hébridas escocesas. Allí él hizo de Robinson y su salud empeoró.

En 1946, mientras alternaba sus estancias en Jura y en su piso londinense con obligadas visitas a hospitales y sanatorios, empezó a escribir 1984, contrautopía que describe la vida en Inglaterra tras una supuesta revolución totalitaria, y que reconoce como antecedentes literarios Nosotros, del ruso Evgeny Zamyatin (1884-1937), publicada en inglés en 1924, y Un mundo feliz de Aldous Huxley, de 1932.

EL MUNDO DEL SOCIALISMO INGLES. El argumento de 1984 es elemental. En el año 1984, lejano entonces, tres grandes superestados, Estasia (constituida por China y sus satélites), Eurasia (resultado de la absorción de Europa por Rusia) y Oceanía (producto de la absorción del Imperio británico por los Estados Unidos) se reparten el mundo. Inglaterra es la Pista 1 de Oceanía. El idioma inglés se está convirtiendo en Neohabla, una jerga cuyo fin es reducir el vocabulario a un número mínimo de expresiones, insuficientes para pensar. El dictador es el Hermano Grande, cuyos grandes bigotes (los de Stalin, por supuesto) aparecen ya en el segundo párrafo del primer capítulo. Emmanuel Goldstein hace de Trotsky, y el partido político es el Ingsoc (socialismo inglés). La sociedad es dominada por slogans como “La guerra es paz”, “La libertad es esclavitud”, “La ignorancia es fuerza”. El Ministerio de la Paz se ocupa de la guerra, el de la Verdad se especializa en la mentira, el del Amor tortura y mata. Oceanía es controlada por el Partido Interior, cuyos miembros escogidos son los únicos que no viven en total esclavitud. El grueso de los habitantes son “proles”. Para los miembros del Partido, el amor sexual es un crimen, y la castidad femenina ha sido institucionalizada en la Liga Antisexo. En cada habitación, una telepantalla imposible de apagar transmite y registra a toda hora cuando allí sucede. El antihéroe de la historia, Winston Smith, insignificante miembro del Partido, lleva un diario secreto y vive un amorío con una muchacha llamada Julia. Detenido por la Policía del Pensamiento, torturado y sometido a un lavado de cerebro, se quiebra y termina amando al Hermano Grande. Mientras lo torturan, a Winston le dicen: “Si quieres representarte el futuro imagina una bota pisoteando un rostro humano”.

1984 se publicó en 1949, y una de las razones de su éxito consiste en que fue recibido como un vaticinio. “Una gran idea, débilmente ejecutada, que debe su popularidad a un malentendido”, dice Joseph Sobran. Gracias al antecedente de Rebelión en la granja, y de la obvia caracterización de los personajes, este libro también fue leído como propagada anticomunista. Inútilmente trató Orwell de corregir esta limitación, señalando que su obra es antitotalitaria “en general”. “Toda línea seria que yo haya escrito ha sido escrita, directa o indicrectamente, contra el totalitarismo y a favor del socialismo democrático”, dijo en una ocasión. Y en un reportaje concedido al periodista norteamericano Henson, declaró: “Mi reciente novela no fue escrita como un ataque contra el socialismo o el Partido Laborista Inglés, de los cuales soy partidario”. Como consuelo, Diana Trilling, escribiendo en “The Nation” en 1949, anotó que la novela de Orwell era un aviso acerca de “los peligros extremos involucrados donde quiera el poder opera bajo la guía del orden y la racionalidad”, y Daniel Bell, en “The New Leader”, conectó la creación de la CIA, ese mismo año, con el mundo orwelliano. Pero una oleada de críticas de enfoque maccrthysta sepultó a éstas, y Orwell ya no tendría tiempo para despegarse del tufillo que –no por casualidad- se le pegó. Desde entonces la gran masa de sus admiradores incluyó a ex comunistas, socialistas de centro y derecho, algún ala del anarquismo, libertarios de derecha, liberales, conservadores, halcones, palomas y la John Birch Society. Casi lo único que esta troupe tiene en común es el anticomunismo.

Edmond O'Brien como Winston Smith en 1984,
director Michael Anderson.
EL HERMANO ORWELL LOS VIGILA. Los últimos tiempos de Orwell proveen una retahíla de anécdotas patéticas. Sus actitudes con las mujeres siempre habían constituido motivo de crítica. “No era un mal bastón”, comentó cuando murió su primera mujer. “Espero que me permitirás hacer el amor contigo de nuevo algún vez” le escribió a otra, “pero si no, no importa, siempre me sentiré agradecido por tu amabilidad”. Durante su último año de vida, agobiado por la tuberculosis y el cuidado de su hijo adoptivo, propuso matrimonio a cuatro mujeres, que lo rechazaron, aunque él no vacilaba en señalar la inminencia de su muerte y lo apetecible de su legado. Una de estas mujeres, Celia Kirwan (cuñada de su gran amigo Arthur Koestler), era una belleza que trabajaba para los servicios secretos ingleses: Orwell terminó regalándole un anotador de tapas azules conteniendo un fantástico “dossier” del Hermano Grande: una lista “comentada” de intelectuales y artistas supuestamente stalinistas o “criptocomunistas” de su conocimiento.Las notas marginales asombran. “¿Judío?”, se pregunta acerca de Charles Chaplin. “Proclive a la homosexualidad”, avisa de Stephen Spender. Cecil Day Lewis es “no del todo confiable”; J. B. Priestley “podría cambiar”; Paul Robeson es “muy antiblanco y partidario de Wallace”; John Steinbeck, “novelista”. La lista, cuyo original tiene más de ciento veinte nombres, de los cuales sólo una parte fue entregada, podría ser utilizada como prueba científica de que la “decencia común” de George Orwell, podía albergar mayores patologías que su castigado cuerpo.

Por último, Orwell fue aceptado por Sonia Brownell (conocida por el Londres literario como la Venus de Euston Road, tanto por su belleza como por su afición a acostarse con celebridades). Sonia, dieciséis años más joven, trabajaba en la revista mensual “Horizon”, de Cyril Conolly, y lucía un rosario de amantes y noviazgos previos que incluía a Lucian Freud, William Coldstream, Victor Pasmore, Michel Leiris, Lacan y Merleau-Ponty. Ya viuda, Sonia Orwell acuñó una frase digna de Lichtenberg: “Las razones por las que Orwell se casó conmigo son muy claras; las razones por las que yo me casé con él, nada claras”.

El casamiento se celebró en la habitación de hospital de Orwell el 13 de octubre de 1949. Como los smokings no habían sido abolidos aun, Orwell se avino a lucir uno; tras la ceremonia, la novia y los invitados fueron a festejar al Ritz. El novio quedó en cama, feliz: pensaba que el casamiento le alargaría la vida, y tenía el proyecto de viajar a Suiza y escribir unos trabajos sobre Joseph Conrad, George Gissing y Evelyn Waugh. No alcanzó a hacerlo: murió en el University College Hospital el 21 de enero de 1950. De acuerdo con sus instrucciones, fue sepultado según los ritos de la Iglesia de Inglaterra, en la Iglesia de Todos los Santos, en Sutton, Courtney, Berkshire.

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