ALBERTO GIRRI: EL POETA, EL ARISTOCRATA Y EL REO

Alberto Girri gozó de una celebridad de doble filo: autor de una obra catalogada a veces de enigmática, pero definida como “aventura poética sin parangón en lengua española”; de espléndidas traducciones de poetas ingleses y norteamericanos, y de incisiva prosa de reflexión sobre el quehacer literario. Fue al mismo tiempo un hombre carismático, centro de un culto personal similar al suscitado por Macedonio Fernández, o por el propio Borges. Una encuesta hecha en 1977 por el diario “La Opinión” lo señaló como uno de los diez poetas argentinos más importantes de todos los tiempos
Pero no es por esto que a muchos años de su muerte, amigos suyos siguieran reuniendo mensualmente en un restaurante para evocarlo, o que a menudo aparezcan flores en la entrada de la casa donde vivió más de cuatro décadas. “Un maestro”, “Elegante”, “Discreto”, “Un brujo: sus intuiciones siempre se cumplían con exactitud sorprendente”, “Socarrón, sutil, ingenioso, fino”, “Un humor impagable, inverosímil”, “Claro, limpio, jovial, generoso”, “Un porteño cabal”, “El hombre más elegante de Buenos Aires”, “Generoso con los dones de su espíritu privilegiado”, “Muchacho eterno”, “Abarcaba los dominios de la cultura y de la vida práctica con igual destreza”, son elogios que llueven apenas se menciona al poeta, parte de cuyos manuscritos y correspondencia conserva la Universidad de Princeton, junto con los de escritores como Miguel Angel Asturias, Carlos Fuentes, José Donoso o Mario Vargas Llosa. Una lista completa de admiradores y amigos de Girri incluiría lo más granado del mundo artístico latinoamericano y europeo, desde Robert Graves a Severo Sarduy, desde Marta Lynch a Silvina Ocampo, desde Eugenio Montale a Olga Orozco, desde Manuel Mujica Láinez a Octavio Paz.

Hermenegildo Sábat resumió mejor que nadie el papel catalizador de Girri en el escenario de la vida cultural argentina: “Era parte de nuestras vidas”. No obstante, y aunque una tapa de la revista Gente reprodujo su estampa impecable entre “las personalidades del año”, aunque Amalia Fortabat jamás olvidó la noche que bailó tango con él, aunque muchas de sus ocurrencias circulan por los salones literarios ya santificadas por el anonimato, este filo de su fama está condenado a extinguirse. A diferencia del Dr. Johnson, Alberto Girri careció de un Boswell. Pero su poesía no necesita el auxilio de su carisma para sobrevivir.

EL ENIGMATICO. “De Girri puedo decir esto: A veces no lo he entendido; pero siempre que lo he entendido, lo he admirado. A veces el poema me ha excluido, sin duda por incapacidad mía, no por torpeza suya. Yo querría conversar con él, y querría pedirle, humildemente, explicaciones sobre algunas cosas.” Este inusitado homenaje de Borges es una aproximación de gran lector a la poesía de Girri. Vale la pena recordar que ya en 1937, el autor de “El Aleph” había advertido que “la sabia oscuridad de algunos poemas de Eliot es menos importante que su belleza” y que “la percepción de esa belleza es anterior a toda interpretación y no depende de ella”. Girri acuñó un aforismo perfecto sobre el tema: "Un poema puede ser hermético, pero si es bueno, siempre tiene llave y cerradura. Si no tiene llave y cerradura no es un poema".

Girri y Borges se encontraron con frecuencia y urdieron durante dos décadas una amistad nutrida por la pasión de la literatura. Girri reconocía su deuda con la prosa de Borges: “La revelación de que se puede escribir en español sin caer en lo decorativo o vacuo, de que la belleza no está reñida con la elaboración de una lengua en apariencia impersonal, neutra, en vez de una con acentos viscerales y patéticos como recurso casi obligado. Le debo a Borges la economía y contundencia, el distanciamiento irónico, la inteligencia de los detalles”.

Girri nació el 27 de noviembre de 1919 a pasos del Parque Centenario; su padre era “un inmigrante véneto, tímido y bonachón, excelente y fracasado ejecutante de fagot y oboe, y que nunca tuvo el menor éxito en las actividades que emprendió”; su madre se llamaba Delfina (a ella se dirige un hermoso poema de 1949), y le enseñó a leer a los tres o cuatro años con una edición espuria de Las mil y una noches. Luego estudió en la escuela de Francisco de Victoria (aquí sus composiciones llamaron la atención de sus maestros) y en el Colegio Nacional Rivadavia. Entre 1940 y 1946 estudió en la Facultad de Filosofía y Letras, donde estrechó entrañable amistad con H. A. Murena y Olga Orozco. En 1944 empezó a colaborar en Correo Literario, quincenario fundado por Luis Seoane, Lorenzo Varela y Arturo Cuadrado, y en el suplemento literario de La Nación, dirigido por Eduardo Mallea; a partir de 1948 colaboraró regularmente en Sur de Victoria Ocampo, de cuyo Comité de Colaboración formó parte más tarde. Fue profesor de enseñanza secundaria, empleado público, asesor de una editorial, corrector, pero desde 1967 vivió casi exclusivamente de las magras pensiones a que dan derecho el Premio Nacional y el Premio Municipal de Literatura.
A partir de 1946, cuando publicó Playa sola, y hasta el mismo día de su muerte, la calidad de su obra (incluidas sus traducciones) fue reconocida dentro y fuera de la Argentina con innumerables premios y honores, entre ellos la Faja de Honor de la SADE, el Primer Premio Municipal de Poesía, el Primer Premio Nacional de Poesía, la beca Guggenheim (en dos oportunidades), condecoraciones e invitaciones de gobiernos europeos. Viajó a Italia, Alemania, Francia, Inglaterra, Holanda, España.

EL ARISTOCRATA Y EL REO. “El éxito obliga a representar el papel que el éxito exige; el anonimato deja trabajar en paz”, advirtió Girri, mientras gozaba sibaríticamente de ambos. A mediados de la década del 40 se había instalado en un pequeño apartamento, “mezcla de cueva y taller de artesano”, en Viamonte 349, a pasos de la vieja Facultad de Filosofía y Letras y de la redacción de Sur. Desde 1964, cuando murió su esposa, la pintora Leonor Vassena, vivió en la sola compañía de un puñado de libros y de discos: sus preferidos eran los de la orquesta de su amigo Julio De Caro (la definía como “un formidable conjunto de cámara”), El arte de la fuga, de Bach, y los Cuartetos de Béla Bartok. Compulsivamente se libraba de todo lo innecesario, incluidos muchos de los regalos de sus amigos. Trabajador incansable, de hábitos austeros, nunca dejó de lamentar la extinción de sus hermanos de sangre, el auténtico aristocráta y el auténtico reo: “Son las dos caras de la misma moneda. Ambos signados por la voluntad de ser lo que se es: extraños al tan argentino ‘quiero y no puedo’. No tienen la impostura del chanta, no representan nunca lo que no son”. Echaba de menos las virtudes perdidas por el porteño: “el individualismo, el culto de la amistad, la generosidad, una pueril confianza en el azar, el sentimentalismo”. Raramente salía del Centro; tomaba sol en Plaza San Martín y lucía todo el año un bronceado perfecto a tono con sus sacos de tweed o de lino crudo; un par de veces por semana hacía gimnasia. Creía en la eficacia de las rutinas “hay infinitas variantes en la reiteración de lo mismo”) y que “escribir es un trabajo como cualquier otro”. “La mayor revolución se operará cuando cada hombre intente ser el mejor del mundo en los suyo el remendón el mejor remendón, el médico el mejor médico, el poeta el mejor poeta”. Detestaba la banalidad y los devaneos de los aficionados. Escatimaba cuanto podía su concurrencia a vernissages y presentaciones de libros. Le gustaba, los domingos, gozar del vacío de las calles céntricas. Se proclamaba enemigo de la nostalgia, pero le brillaban los ojos evocando películas viejas. Escribió un poema sobre Gardel, cuyo canto “sin trémolos ni vibratos” equiparó a la buena prosa, pero calificaba su culto de “macabro, como todas las supersticiones argentinas”. Desarrollaba gran parte de su activísima vida social en bares próximos a su casa que iba cambiando con el tiempo: el Florida Garden, el Augusteo, el Augustous, el Cánova. El de los últimos años fue “La Barra” de Córdoba y San Martín, donde poco antes de su muerte se negaron a atenderlo a causa de su enfermedad.

EN BUSCA DEL LECTOR. La originalidad de la obra de Girri no es deliberada, sino resultado de “la obsesión de ver sin las opacidades de la mente obnubilada por la imaginación divagante”. Era tajante al respecto: “Ninguna página de cierta validez fue escrita jamás con el fin de ser diferente” o “Nunca pensé, como Mallarmé, que un poema es un misterio cuya clave debe buscar el lector; ni encontré que el mejor halago consiste en no ser entendido sino por pocos”. Acerca del carácter supuestamente oscuro de su obra (en la que Octavio Paz, Juan Liscano y Enrique Pezzoni descubrieron claridad e iluminaciones) señalaba que la dificultad es propia de gran parte de la buena poesía contemporánea, y que se disipa a medida que aumentan la sutileza del lector, su atención, y su acostumbramiento. “Desde mis comienzos tuve que oír la acusación de hermetismo, pero mis libros primeros resultan ahora transparentes para cualquiera; lo compruebo cuando alguien se queja de que en mi último libro halla dificultades inéditas para él”. Recordaba, no sin picardía, las palabras de T.S. Eliot: “Sé que parte de la poesía a que soy más afecto es poesía que no entendía en la primera lectura; otra parte, es poesía que aún no estoy seguro de entender: por ejemplo, Shakespeare”. Ocurre a veces, añadía Girri, que el lector no quiere encontrar en un poema lo que en el poema hay, sino lo que a él se le antoja que debe haber. Esperaba de sus lectores lo mismo que él se esforzaba en alcanzar: un estado de atención que permita percibir, tantear, tras el mundo de las apariencias, la realidad; tras las dificultades, los velos y las alusiones que en rigor son las palabras, el poema. Esos poemas suyos, que eran, para Italo Calvino, “un cuaderno de bitácora de la mente”.

Viamonte 349. Isla de Alberto Girri
Escribió el último a principios de 1991, y lo hizo llegar como parte del conjunto titulados “Juegos alegóricos” al concurso de poesía del diario “La Nación”. El cáncer que lo devoraba amenazaba acabar también con sus escasos ahorros. “Basta de poemas ahora –dijo--. Tenemos la palabra, pero la palabra no es todo. Ahora necesito todas mis fuerzas para luchar por mi salud”. El 16 de noviembre, en su lecho del Hospital Alemán, alcanzó a saber que el Primer Premio y los seis mil dólares eran suyos. Al rato, murió. Al son de las campanas que por él doblaban, quizá pensó en su amado John Donne, que debió esperar trescientos años antes de convertirse en uno de los padres de la poesía moderna.

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