A BUEN ENTENDEDOR...

Ramón Gómez de la Serna
El jesuíta Baltasar Gracián y Morales goza de bien ganado renombre; su obra encandiló a Schopenhauer, inquietó a Walter Benjamin, y hasta inspiró (por cuestiones del momento) un gracioso brulote de Jorge Luis Borges. Sin embargo, no nos resultaría tan familiar el nombre de Gracián, si de su obra formidable no se hubiera desprendido, para su gloria eterna, esta célebre perla de siete palabras: Lo bueno, si breve, dos veces bueno.
La sentencia que apuntala la fama de Gracián es un aforismo en el sentido sofisticado de la palabra, que poco tiene que ver con el que proporciona el Diccionario de la Academia (“Sentencia breve y doctrinal que se propone como regla en alguna ciencia o arte”). Según la tácita definición que aportan la tradición literaria y las compilaciones, un aforismo es, además de eso, un dicho feliz que expresa ingeniosamente una verdad, real o supuesta, de modo inapelable, divertido, paradojal. No importa si un aforismo es cierto o incierto. Lo que importa es que sea certero, apuntó José Bergamín. También importa su contenido de ingenio, su apelación a la sonrisa; tiene prohibida la solemnidad. Epigramas, máximas, apotegmas, pensamientos y sentencias breves y doctrinales son a menudo aforismos, pero no lo son por sí mismos; al aforismo literario, la verdad le importa menos que la belleza, la seriedad menos que el asombro: No vamos a dejar de creer en algo sólo porque se haya vuelto increíble, dijo Robert Frost. Este es un aforismo perfecto: una flecha de palabras que da en el blanco, un golpe de luz o de luminosa tiniebla.

FLECHAS EN EL BLANCO. El aforismo rinde pingües beneficios a sus cultores más afortunados. A un novelista o un poeta su obra les puede llevar la vida entera; al aforista, artífice de la boutade y el laconismo, le basta una frase, un afortunado golpe de mano, para que su minúscula obra completa —sólo es completa si es minúscula— logre el mayor de los éxitos, que consiste en eternizarse, bajo forma de proverbio, en el habla y la memoria populares. En este proceso, el aforismo deja en el camino el nombre de su autor, se convierte en propiedad de todos y cumple con la imploración borgiana de que la creación sea anónima: nunca sabremos quién acuñó Una manzana podrida pudre a cien o Más vale pájaro en mano que cien volando, obras tanto más —y más rápidamente— leídas, comprendidas y memorizadas, que las de Miguel de Cervantes, Olegario Andrade o James Joyce. Pero los aforismos más sofisticados se niegan a convertirse en proverbios (no son bastante obvios), y perviven, junto a los nombres de sus autores, en la memoria restringida de los libros, las compilaciones y las citas: no nos olvidaremos de Lichtenberg, de La Rochefoucauld, de Chamfort.
La eficacia didáctica del aforismo fue reconocida y aprovechada en la antigüedad. Los Proverbios de Salomón incluyen aforismos (El que ama el conocimiento ama la ciencia, el que no ama el conocimiento es un estúpido), pero a Hipócrates pertenecen los primeros reconocidos como tales (El arte es largo, la vida breve, Para enfermedades extremas, remedios extremos). Griegos y romanos comunicaron y divulgaron su saber, incluidos los principios inmutables de la ley, por medio de aforismos. Los filósofos, desde esos días hasta los de hoy, también fueron devotos del género. En aforismos se han convertido los fragmentos de Heráclito, y Schopenhauer, Nietzche y Wittgenstein (los dos últimos incondicionales admiradores de Lichtenberg) los utilizaron sistemáticamente. Ferrater Mora les concede una generosa entrada en su Diccionario de filosofía.
Los aforismos de antaño eran llamados “gnomo”, y coleccionados en antologías muy populares, llamadas “gnomologia”. Nuestro idioma denomina “gnómicas” a las composiciones en versos breves que incluyen una sentencia más o menos moral, y los poetas que las componen son llamados poetas gnómicos. De esta versificación aforística fueron duchos practicantes, sin saberlo, y casi sin excepción, los payadores. Es fácil descubrir el lado “gnómico” de estas estrofas de Martín Fierro:

La sencia es una gran cosa,
Me dijo un maestro projundo,
Pero en mi razón me fundo
Que si es muy útil la ciencia,
No está demás la experiencia
Mi mejor maestro en el mundo.

El mundo a mí me ha enseñado
Cómo debo de seguir,
Porque a fuerza de sufrir
Se hace el hombre en esta vida,
No hay esperanza perdida
Para el que sabe vivir.

LO MALO, SI BREVE… Jean Rostand, maestro de “sencia” y de aforismos, dijo que Hay cosas que no merecen ser dichas brevemente. Aludía probablemente a políticos, gobernantes y publicistas (el slogan es un aforismo degenerado, un dicho infeliz), cuyos logros suelen oscilar entre lo siniestro y lo ridículo (El Estado soy yo, Alpargatas sí, libros no, Para un peronista no hay nada mejor que otro peronista). Karl Kraus, espléndido aforista (La relación entre los psiquiatras y otras clases de lunáticos es la misma que hay entre la locura cóncava y la convexa), consagró inteligentes estudios al papel desempeñado por el slogan en la retórica nazi y a la polución del lenguaje por medio de la propaganda.
No obstante, y demostrando que todo tiempo pasado fue mejor, los autócratas y hombres de estado ilustrados de antaño dejaron ejemplos notables: Marco Aurelio: Muy pronto te habrás olvidado del mundo, y el mundo se habrá olvidado de ti, El arte de vivir se parece más a la lucha que a la danza; Napoleón: Más vale un general malo que dos buenos, El arte de la guerra consiste en disponer las propias tropas de modo que puedan estar en todos lados al mismo tiempo, No importa lo que ocurra, siempre queda la muerte. Agréguese a Disraeli: Como regla general, nadie tiene el dinero que merece; a Peguy: La tiranía siempre está mejor organizada que la libertad; a Talleyrand: Lo imposible siempre sucede.
Pero el filo del aforismo corta mejor en manos de revoltosos: Hay tres clases de inteligencia: la inteligencia humana, la inteligencia animal, y la inteligencia militar, anotó Aldous Huxley; El poder no corrompe a los hombres: son los imbéciles los que corrompen al poder, dijo Bernard Shaw. ¿Y qué gobernante se atrevería a la macabra sinceridad de Nietzche?: Habría que abolir a los mendigos: incomoda darles, incomoda no darles. Por la misma época, un rabino de Europa oriental estampó: Si a los ricos les fuera permitido contratar gentes para que murieran por ellos, los pobres vivirían muy bien. Acerca de la justicia, Stanislav Lec y H. L. Mencken dieron a luz dos aforismos casi complementarios: La administración de injusticia siempre está en buenas manos y La injusticia es soportable, lo que mata es la justicia .
La modernidad trajo cambios de tono perceptibles. Así los “antiproverbios” de Paul Eluard y Benjamin Péret: Aplastar dos adoquines con la misma mosca, Hay que pegar a la madre mientras es joven, A toneles pequeños, toneles pequeños, Sueño que canta hace temblar las sombras; y algunas greguerías de Ramón Gómez de la Serna: El pez está siempre de perfil, La pulga hace guitarrista al perro, En los sueños del calvo no hay sombras.
El inconfundible sello de Lichtenberg
Aunque anterior, no les va en zaga el aforista clásico Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799), deforme, torturado, imaginativo profesor de astronomía, física y ciencias en la Universidad de Gotinga, que, curiosamente, nunca se propuso escribir aforismos, y apenas menciona la palabra en los cuadernos que dejó a su muerte, en los que había anotado pensamientos, sueños, divagaciones, fragmentos, que fueron publicados por primera vez con el título Escritos misceláneos. Luego alguien los bautizó Aforismos, y desde entonces el nombre no se les despegó: Hay gente tan, pero tan inteligente, que ya casi no sirve para nada; Nada contribuye tanto a la paz del alma como la ausencia absoluta de opiniones, Era uno de esos negros esclavos en las plantaciones de la literatura; Dios, que da cuerda a nuestros relojes de sol. La extravagante lucidez de Lichtenberg (inventor del cuchillo sin hoja al que le falta el mango, del patíbulo con pararrayos, de sesenta y dos maneras de apoyar la cabeza en las manos, y de un revolucionario remedio contra la hipocondría que consiste en vivir de acuerdo con la hipótesis de que uno está sano), le valió la admiración de Goethe, Kant, Schopenhauer, Tolstoi, Freud, Canetti, Andre Breton, Julio Cortázar, Kierkegaard, Octavio Paz, Wittgenstein. Hoy su fama oscurece la de su contemporáneo, el francés Nicolas Sebastien Roch, llamado Chamfort, que se quitó la vida en 1794, en una mazmorra de la Revolución: Los pobres son los negros de Europa, Hace siglos que la opinión pública es la más malvada de las opiniones, El amor gusta más que el matrimonio por la misma razón que hace que las novelas sean más entretenidas que la historia, El matrimonio y el celibato tienen sus inconvenientes. Es conveniente preferir a aquél cuyos inconvenientes no son irremediables.
Los aforismos son esencialmente un género de escritura aristocrático, señalan W.H. Auden y Louis Kronenberger en su prólogo a The Viking Book of Aphorisms, que contiene más de tres mil piezas. La otra compilación clásica es la de John Gross, The Oxford Book of Aphorisms. Ambas contienen aforismos acerca de aforismos. Entre ellos, este de Karl Kraus: Hay dos clases de aforismos, los que lo son y los que no lo son. En los primeros, la forma y el contenido están unidos como cuerpo y alma; en los segundos, como cuerpo y ropa. Este de Nietzche: “Tengo la ambición de decir en pocas palabras lo que otros hombres dicen en libros enteros, y lo que otros hombres no dicen en libros enteros”. Este, no se sabe de quién: Salomón hizo un libro de proverbios, pero ningún libro de proverbios hizo jamás un Salomón. Y este, del Príncipe de Ligne: La única manera de leer un libro de aforismos sin aburrirse es abrirlo al azar, encontrar uno que nos interese, cerrar el libro y meditar.

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