AVATARES DE H. A. MURENA

En la guerra de trincheras en que durante años se dirimieron el éxito y el prestigio literario en Buenos Aires, el ensayista, novelista y poeta H. A. Murena se negó a atrincherarse, y cayó entre dos fuegos: se convirtió en el gran solitario, primero, y en el gran olvidado, después, de la literatura argentina del siglo XX. Murió en mayo de 1975, a los cincuenta y dos años. Se fue de esta puerca vida dando un portazo, dijo Marta Lynch. No sé si se hartó de ver, diría Juan Pablo Ringelheim. A días de su muerte, un acto de homenaje, durante el cual su pequeño hijo Sebastián debía descubrir una placa recordatoria en el frente del edificio de San José 910, donde Murena vivió, fue interrumpido por un consorcista que cuestionó las dimensiones de la placa. Los libros de Murena dejaron de editarse, sus aniversarios transcurrieron sin recordatorios, y su nombre se convirtió en "la palabra que no se dice", según había ironizado la revista Primera Plana, en retruécano alusivo a uno de sus ensayos más hermosos, que versa sobre los nombres de Roma. Se percibía rencorosa deliberación en la forma de no recordar a Murena. Nadie lo cita, pero nadie lo olvida, decía su amigo entrañable, Alberto Girri. Tomás Eloy Martínez se equivocó hace años: Un libro canónico no es sólo el que se busca para releer sino el que provoca la relectura. Lejos de someterse al lector, lo estimula, excita su inteligencia, lo llena de preguntas. Si al cabo de diez años ya nadie quiere volver a él, puede que nadie vuelva nunca más. Ese rechazo ha sucedido con autores que parecían haber nacido canónicos como H. A. Murena, a los que el tiempo va convirtiendo en cenizas.

Pero H. A. Murena renace de sus cenizas. Sus libros nunca dejaron de interesar: desde el día de su muerte hasta hoy una entusiasta corriente de lectores fatigó librerías de viejo y bibliotecas en busca de sus títulos inhallables. Luego, un apoteótico revival respondió a ese interés demostrando que la obra de Murena goza de buena salud: sus textos se leen en la universidad, se reeditó la novela Polispuercón y se anunció la aparición de la Poesía Completa, editada por Guillermo Piro, quien también compiló para Fondo de Cultura Económica Visiones de Babel, colección que incluye la novela Caína muerte, los Cuentos completos, todos los ensayos de La cárcel de la mente y La metáfora y lo sagrado, y una selección de poemas. En España, vieron la luz Los penúltimos días, y Ensayos sobre subversión. En Italia, Homo atomicus, en traducción de Leonardo Cammarano. Fue la vuelta de una obra cuya mejor definición, según la opinión de Enrique Pezzoni, cabe en la palabra “heroísmo”.

Murena nació en 1923, y entre los quince y los dieciocho años pasó por la Escuela Militar: Allí, al menos, aprendí a amar los caballos, decía. Acto seguido optó por la literatura, en la que hizo espléndida carrera. En la década del 50 y a principios de la del 60, parecía imposible imaginar un ocaso de su fama. Los intelectuales porteños podían ser murenistas o antimurenistas, pero no ignorar a Murena. Cabeza pensante de la generación que Emir Rodríguez Monegal llamó de “los parricidas” (título de uno de sus ensayos más provocativos), partidario de la subversión como rol principal del hombre de letras, fiscal de la plusvalía del dinero tanto como de la plusvalía del terror; frecuentador de Borges, Mallea y Marechal, admirador de Martínez Estrada, de quien muchos lo consideran continuador fundamental, traductor preciso y elegante de Walter Benjamin, Adorno y Horkheimer, conocedor e indagador profundo del pensamiento hermético, Murena gozaba de un prestigio envidiable y envidiado, y se proyectaba como el ensayista argentino más atractivo en el exterior.

En junio de 1953 había dirigido el primer y único número de Las Ciento y Una, publicación en que lo secundaron algunos de los que se convertirían en sus críticos furibundos: David Viñas, Carlos Correas, Francisco Solero, Juan José Sebreli, Adolfo Prieto, Adelaida Gigli, Rodolfo Kusch. Murena escribió el editorial:

No es la primera vez que lo decimos: nuestra vida cultural de argentinos y americanos yace herida, enferma… Que cada cual se mire en su propio espejo: esa frustración que siente en sí hasta el más satisfecho, esa mudez, esa amputación, esa famosa y cierta tristeza que se nos achaca no es más que la enfermedad, la falta de una cultura propia, de un mundo de normas espirituales que preste a cada uno las palabras con que expresarse y realizar así su humanidad plenamente… Y sin embargo se calla.
Muy pronto sus transitorios camaradas de Las Ciento y Una lo fulminarían desde las páginas de Contorno, tanto por los supuestos conservadorismo y misticismo de su pensamiento, como –en realidad- por su imposibilidad de reconocerse en facción alguna, y por su protagonismo en la revista Sur, donde los elementos conservadores tampoco lo veían con buenos ojos. A partir de entonces Murena, durante una época motor de las editoriales Sur y Monte Avila, fue monótonamente agredido y descalificado, inmolado en un acto de fe que se prolongó durante los últimos veinte años de su vida y los veinticinco años que siguieron a su muerte, por un sector influyente de la intelligentzia argentina. Se leía con avidez cada página de Murena, para poder cumplir con la moda de criticarlo. Murena jamás respondía.

CAINA VIDA. Lo conocí en 1967, en la librería “Verbum” de la calle Viamonte al 400. Ya había publicado buena parte de su obra, incluyendo su traducción de los Ensayos escogidos de Walter Benjamin. Se correspondía de maravillas con la descripción que de él había publicado Il Corriere de la Sera: Personaje absurdo, casi fuera de nuestro tiempo, lunático y lunar, interesado en las ciencias esotéricas, dotado de memoria prodigiosa y de extraordinaria cultura, logra captar la realidad que lo circunda con extraordinaria exactitud, por señales para otros inadvertidas. Afecto a las bromas, enemigo a muerte de la solemnidad, capaz de mostrarse generoso con los amigos y con los enemigos, hasta un extremo casi suicida. Se deslizaba con aparente comodidad y sin protestas en el mundo a todas luces insatisfactorio que lo rodeaba. Estaba casado con Sara Gallardo. Entre sus amigos, que lo adoraban, se contaban escritores importantes de tres continentes, incluidos algunos de los que en esos momentos nutrían el "boom". Murena, cuyos ensayos denuncian incansablemente la industria cultural y el consumismo, susurraba alguna copla chistosa alusiva (Literatura excelente / para el lector obediente; / cuando acabe la excelencia / subsistirá la obediencia.), pero se mantuvo indiferente al fenómeno.

Ya había publicado Historia de un día, ciclo narrativo integrado por La fatalidad de los cuerpos (1955), Las leyes de la noche (1958) y Los herederos de la promesa (1965), novelas de curso lineal, no sacudidas por la búsqueda de innovación formal sino, en todo caso, por una indagación angustiada en las fatalidades de la existencia. En el exterior, su prestigio no hacía más que crecer; sus libros fueron traducidos al inglés, el francés, el alemán, el italiano. De sus ensayos, Alain Bosquet había escrito en Combat: La violencia de América aparece en la obra de Murena gracias a una refinada intensidad y no a través de las habituales supersimplificaciones.
Por la originalidad de su pensamiento y por su intransigente independencia, Murena estaba condenado a la marginación, en una ambiente en que era imposible avanzar sin dominar el arte de la guiñada y la transacción. Además, su relación con la literatura había experimentado un cambio sustancial, que lo distanció aún más del interés por el aplauso: en una época había “apostado la vida al error de escribir”, ya no lo hacía. "Es un error esperar la salvación del mero ejercicio literario; de la literatura sólo cabe esperar el éxito, nos hace falta mucho más. La escritura es apenas un medio.” De modo que no cambió su manera de escribir, y mucho menos su manera de pensar, para ponerse a tono con las modas en auge. Mas bien —ya desgarrado en el conflicto con su tiempo— ensayó un salto al vacío, y sorteando las vallas del éxito y del realismo mágico al alcance de la mano, sacó sus siguientes novelas del infierno por obra de un by-pass estilístico increíble para quien hubiera leído las primeras.
Este segundo ciclo narrativo, El sueño de la razón, está compuesto por Epitalámica (1969); Polispuercón (1970); Caína muerte (1971); y la póstuma Folisofía (1976). Las cuatro novelas expresan una crueldad y un afán de ruptura que marchaban in crescendo a medida que el autor se aproximaba a su apresurado fin, visiones de una contrautopía casi intolerable, la inmersión en una experiencia de disolución nutrida como una fiesta negra, por Sade, Apuleyo, Rabelais, los monstruos de Brueghel y Goya, y por los que con cada uno de nosotros se cruzan todos los días. Parodias de parodias, sátiras de sátiras, y también de la novela y del lenguaje mismo, que Murena llegó a degradar con curiosa perfección, convirtiéndolo en jerigonza o pastiche con sonidos de latín, español clásico, dialectos provincianos, germanía, jargon suburbano.

Borges se burlaba de los escritores preocupados por mostrarse contemporáneos, por lograr algo imposible de evitar; Murena dio al concepto otra vuelta de tuerca: en el prólogo a La subversión necesaria escribió que sólo el anacronismo conduce a la contemporaneidad:

Las falsas subversiones —de las que está hecha casi el total de la cultura presente— se dirigen al hombre de letras para reclamarle solidaridad con sus contemporáneos, contemporaneidad. Y, en efecto, el hombre de letras debe ser contemporáneo. Pero lo que la falsa subversión exige es adhesión a una de las facciones, inmediatez absoluta, liquidación de la distancia, que es justamente lo que la cultura debe instaurar y preservar en forma viva, para impedir la violencia inhumana o ahumana. Así, el hombre de letras, si desea ser contemporáneo, debe comenzar por ser anacrónico. Anacrónico en el sentido originario de la palabra que designa el estar contra el tiempo… Sólo se es con profundidad contemporáneo al sumergirse en la contemporaneidad con la distancia del anacronismo. Ese anacronismo contemporáneo puede encenderse en el mundo de las obras que el hombre de letras forja cuando vive su fe y no se ve forzado a proclamarla.

En la singular gesta de Murena, la lucha contra el tiempo se confundió muchas veces con la lucha contra su tiempo, que lo desgarró y trató de aniquilarlo. La actualidad punzante de sus ensayos y la curiosa cualidad de muchos de sus poemas, demuestran que en esa lucha no le fue mal.

En aquel mismo libro, de 1962, Murena declaraba:

Pues la amenaza que los poderes dominantes alzan hoy contra el hombre de letras es la exigencia de una metamorfosis que significa extinción. Esos poderes no son ya sólo aquéllos visibles y tradicionales que se corporizan en estados, iglesias, partidos políticos, asociaciones, sino principalmente el impulso letal que circula de célula a célula en cada comunidad, las erráticas, mutables y, sin embargo, férreas presiones del estilo de existencia general. Es la sociedad entera —postrada en un convulso letargo en el que no quiere que se la perturbe mientras se entrega a sus peores fantasmas— la que conmina al hombre de letras a que actúe como bufón capaz de prodigarle diversiones o como siervo capaz de fraguar los sofismas que justifiquen o encubran el gran crimen común de la violencia generalizada contra las criaturas. ¿Resulta necesario hacer notar que el hombre de letras no es más que la conciencia expresiva del hombre común y que la cultura por la cual lucha constituye la posibilidad de una mediación entre los hombres que afirme esa distancia —hoy coagulada o suprimida— que permite las aproximaciones, los contactos, una vida no animal, no mecánica, sino humana?
Tras una abstinencia de un cuarto de siglo, puede no resultar fácil descubrir el mejor acceso a la obra de Murena, consistente en una veintena de libros, incluidos siete novelas, varios tomos de poesía, cuentos, ensayos y una obra de teatro, sin contar sus artículos referidos al mundo del hermetismo, de todas las formas orientales y occidentales del esoterismo, del jasidismo, del zen, del budismo, del taoísmo, del misticismo islámico, de la obra de Guenon, de Corbin, de Krishnamurti.

Murena es antes que nada ensayista, antes que ensayista, poeta. El americano que se pierda las indagaciones de Murena, no terminará de saber donde vive, ni terminará de saber dónde podría vivir. Esos ensayos abarcan vastos espacios culturales y espirituales, responden a preguntas que todos nos hacemos, suscitan preguntas que todos deberíamos hacernos y nos acercan nuevamente a puntos de los que no deberíamos habernos alejado; todo en un lenguaje hospitalario, en el que la enorme erudición y el humanista poderoso se ocultan con la mayor discreción.

Escribo prosa con la vergüenza de no escribir poesía, escribo poesía, intolerable vergüenza de no escribir música, de estar tan vencido, confesó Murena a su heterónimo Flavio Gómez. La música, la poesía y la idea de lo sagrado habitaban a este hombre, ante cuya llegada —Silvina Ocampo no se cansaba de contarlo— mágicamente se detenía el reloj de péndulo en casa de los Bioy, a este hombre que hacía, en beneficio de sus amigos, sorprendentes presagios, y trazaba cartas natales de asombroso cumplimiento.


En enero de 1975, Murena me invitó a su casa y me regaló el manuscrito de Glicinas, poema que según sus instrucciones no deberá, jamás, ser incluido en ningún libro. También me regaló una cantidad de libros raros y un talismán: una lechucita emplumada que durante años lo había "presidido", y que aparece en muchas de las fotografías tomadas en su casa. Se desprendía de la lechucita porque la había reemplazado por un águila tallada en madera. Ese águila fue hallada, después de su muerte, dando la espalda a la puerta de la casa, al mundo. En la tapa de su último libro de poemas, El águila que desaparece (que no incluyó Glicinas) el águila se muestra de perfil, erguida, incólume, eternamente presidiendo.

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