DOROTHY PARKER: "¡QUE LASTIMA QUE EL TIEMPO ASI SE PIERDA, OH MIERDA!"

Dorothy Dottie Parker fue la luminaria conductora y el ingenio más mordaz de la famosa Mesa Redonda del Algonquin, club de notables que definieron los gustos intelectuales de Nueva York en la década del 20. Fue también una cuentista de talento, cuya obra más valiosa quedó casi sepultada por sus hazañas de humorista. La celebridad de Parker, como la de Oscar Wilde, como la del conde de La Rochefoucauld, que la visitaba en sus insomnios, quedó encadenada a su habilidad para las pullas, la estocada verbal y las frases aniquiladoras. “¡Qué lástima que el tiempo así se pierda, oh mierda!” espetó una vez a sus contertulios del Hotel Algonquin. Estos eran un grupo de escritores, actores, editores e intelectuales que se reunían una vez a la semana para almorzar, beber y lubricar los mecanismos del autobombo, con éxito garantizado por la influyente actividad periodística de algunos de sus participantes, como Franklin Pierce Adams, oráculo del gusto neoyorquino. “Una especie de vaudeville del estrellato literario”, los definió Edmund Wilson. Estaban Alexander Woolcott, Edna Ferber, Heywood Broun, Tallulah Bankhead, Harold Ross, Ring Lardner, James Thurber, George Kaufman, Harpo Marx, Franklin Pierce Adams. Todos querían ser inmortales, todos hacían frases sensacionales. Con una de las cuales resumió Robert Benchley, el mejor amigo de Dorothy, el sino de algunos de estos pintorescos diletantes: “Me llevó quince años descubrir que no servía para la literatura: pero ya no podía abandonar: era famoso”. Personaje infaltable en aquellas reuniones era el martini seco, trago brutal y relativamente barato que cobró estatura durante la Prohibición, y que según Graham Greene (defensor a ultranza del whisky escocés) estragó el paladar y el cerebro de los norteamericanos. A Dorothy le encantaba, y lo dejó dicho en verso:

Adoro tomarme un martini,
dos ya es una exageración;
con tres termino debajo de la mesa,
con cuatro debajo del anfitrión.

La escritora y sus pintorescos amigos han sido recordados en Mrs. Parker y el Círculo vicioso, film dirigido por Alan Rudolph (con Jeniffer Jason Leigh como Dorothy Parker, y Campbell Scott como Robert Benchley), pero más espirituoso homenaje les rinde la carta de cócteles del bar del Algonquin, donde es posible beber, si se lo encarga con tres días de anticipación, un “Martini on the rocks” de 10.000 dólares o más, que incluye un diamante en lugar de hielo. Otro de los tragos especiales se llama“Parker”, otro “Círculo Vicioso”, otro “Los cuatro cocos” (recordando la cinta de los Hermanos Marx), y así sucesivamente. El Magazine del Borracho Moderno registró un fantástico duelo de borrachería entre Parker y Hemingway. A las pocas vueltas, los contendientes abandonan el “ring” para reanudar la competencia en el hotel. “Si con cuatro se viene abajo –guiña el ojo Hemingway– no imaginemos lo que ocurrirá con diez”. En 1929 el escritor concedió a Dorothy un reportaje para The New Yorker, y ella preguntó: “¿Qué quiere decir exactamente con eso de ‘tener huevos'?” “Quiero decir Gracia bajo presión”, respondió el escritor.

GRACIA BAJO PRESION. Hemingway se refería a la Gracia con mayúscula, que es la máquina del genio; a Dorothy Parker la colmó la otra, la que da cuerda al ingenio, en su caso un ingenio devastador. En el curso de una vida sufrida, orlada de “carcajadas, esperanza y sopapos en el ojo”, ejerció este don espléndida y casi rutinariamente, hasta el punto de que su obra más ambiciosa, que cautivaba a Scott Fitzgerald, quedó oscurecida por sus alardes de terrorista verbal. Era capaz de “empalar” (la metáfora es del New York Times) a autores o personas que le disgustaran con una rápida sinopsis, con una frase, casi con una palabra. El renombre así cosechado la persiguió en sus últimos años, cuando convertida en la peor de sus críticas se refería con fastidio a la entusiasta recepción que se acordaba a sus ocurrencias. “Era algo terrible: empezaban a reírse antes de que abriera la boca”.

No era para menos: cuando abría la boca era mortífera: “No es esta una novela que haya que hacer a un lado como quien no quiere la cosa: hay que arrojarla lo más lejos posible lejos de una, con toda la fuerza posible”, “La señorita Katharine Hepburn expresó todo el espectro de las emociones de la A a la B”, “Si no sabe tejer, lleve al teatro algún libro”, “El primer actor aportó ese poco de mal gusto que es la necesaria pizca de paprika”, “Puede ser que esta autobiografía de Aimée Semple McPherson's esté construida merced a la sinceridad, la franqueza y el humilde esfuerzo. Puede ser, también, que la Estatua de la Libertad esté ubicada en el Lago Ontario”, “¿Quién escribe peor que un Theodore Dreiser? ¡Dos Theodore Dreiser!”, “Si quieren saber lo que Dios opina del dinero, fíjense en la gente a quien se lo dio”. Pero no tenía empacho en aceptar que el origen de su obra era la necesidad de dinero. “Me gustaría tener dinero. Y me gustaría ser una buena escritora. Las dos cosas pueden darse juntas, pero si eso es mucho pedir, prefiero el dinero. Detesto a casi toda la gente rica, pero yo, teniendo dinero, sería una monada”.

No fue rica (ganó mucho dinero haciendo guiones, pero comprobó que “el dinero de Hollywood es como nieve congelada, se deshace en las manos"), sí una notable periodista y cuentista, cuyos relatos, crónicas y aguafuertes, publicados en las páginas de Vogue, Vanity Fair, Life, The Smart Set, Ainslee, Bookman, The Nation, The New Republic, Cosmopolitan, American Mercury y The New Yorker, no han dejado de ser reeditados en forma de libro desde que Viking los reunió por primera vez en 1944. En un éxtasis admirativo, la panegirista Rhonda Petit ubica a la autora en compañía de James Joyce, Gertrude Stein, Virginia Woolf, Djuna Barnes y Ernest Hemingway. Para Alexander Woollcott, sus aguafuertes son “una poderosa destilación de néctar y ajenjo, de ambrosía y belladona”. Para Regina Barreca, debería ser ubicada al frente de los escritores de su generación, pero “una pandilla de críticos varones” le ha arrebatado su lugar en el canon. El gran crítico y amigo de la escritora Edmund Wilson recapituló sensatamente, tras la muerte de la escritora: “Ella no es Emily Bronte o Jane Austen, pero ha superado muchos dolores para escribir bien, y ha puesto en lo que ha escrito una voz, un estado de ánimo, una era, unos pocos momentos de experiencia humana que nadie más que ella ha expresado”. Y Maitena, en el prólogo a la Narrativa completa que editó Lumen, se dirige a la autora: “Yo te acabo de descubrir. Y me alegra haber tardado tanto; si te hubiera leído mucho antes tal vez nunca habría dibujado mis historietas de mujeres. Tú ya las habías escrito”.

UNA AMANTE SERIAL. Adscripta a la gran tradición de los humoristas norteamericanos, su prosa, en cuentos y aguafuertes, funciona como vehículo para la crítica de la sociedad, del amor estereotipado, de la familia, la guerra, el racismo, la disparidad económica, y de la eventual constelación de estos temas, pero sus héroes –sus antihéroes – son normalmente las mujeres derrotadas de la Edad del Jazz, víctimas, como la propia autora, no sólo de un rol que la sociedad les impuso (según la denuncia feminista) sino de su propia adicción a la derrota. El tono humorístico apenas cede su registro en textos como Soldados de la República, o en tragedias como la de Un rubia imponente, que fue su cuento más famoso. Pero la franca sonrisa es compañía casi constante del lector de Dorothy Parker.

Una rubia imponente es el retrato de la amante serial Hazel Morse, “una rubia de esas que cortan el hipo”, mujer hundida en la dependencia de los hombres, en la bebida, en la creciente desesperación que le traen los años. Como Dorothy Parker, la Gran Rubia trató de matarse, y como Dorothy Parker fracasó. Al recobrarse, su primer acto es pedir whisky. “Hazel miró el licor y su aroma le hizo estremecerse. Pensó que quizá le sería de ayuda. Tal vez, ya que se había pasado unos días fuera del mundo, el primer trago le devolvería la vitalidad. Quizá el whisky volvería a ser su amigo. Rezó sin dirigirse a Dios, sin convencer a ningún Dios, pidiéndole que le permitiera emborracharse, que la mantuviera siempre borracha”. Otros relatos suyos fueron reunidos en Lamentos por la vida (1930), Tamaños placeres (1933) y Aquí yace (1939). En 1944, Viking los reunió en un volumen único, y en español circula su Narrativa completa (Lumen, 2003)

CARCAJADAS Y SOPAPOS. Dorothy Rothschild, luego Parker, nació en New Jersey el 23 de agosto de 1893. Sus padres fueron Jacob Henry Rothschild, un comerciante judío, y Annie Eliza Marston, protestante de familia escocesa. Annie Eliza murió en 1897, y dos años después Rothschild desposó a una católica estricta, que moriría en 1903. La niña estudió en la Academia del Bendito Sacramento, en Morristown. “De allí me expulsaron por mi insistencia en sostener que la Inmaculada Concepción es combustión espontánea”. Ya sus breves poemas “light” hacían las delicias de los lectores. Nunca obtuvo diploma alguno; su educación formal terminó a los catorce años, por decisión propia. En 1914 murió su padre, y se vio obligada a trabajar. Hizo de pianista en una escuela de danzas en Manhattan, sin dejar de enviar sus versos a las muchas publicaciones neoyorquinas que, en ausencia del cine y la televisión, fabricaban los “must” de la Edad del Jazz. La revista Vanity Fair publicó uno y le pagó doce dólares. Fue a pedir trabajo fijo, y lo obtuvo en Vogue, donde por diez dólares semanales redactó leyendas y títulos, e inventó lemas como “La brevedad es el alma de la ropa interior, le dijo la enagua al camisón” o “Este pequeño conjunto rosa le ganará un Adonis”, mientras Vanity Fair continuaba publicando sus poemas, habitualmente breves diatribas rimadas contra los fracasos de los hombres y los hábitos de comportamiento de las mujeres. A pesar de su gracia y del “humor vicioso” que le ganó renombre, los versos de Parker jamás llegaron a ser poemas, y ella siempre lo supo: “Ah, mis versos. No puedo llamarlos poemas. Mis versos no valen nada. Están terriblemente fechados, y cómo cualquier cosa de moda resultan abominables. Los publicaba a sabiendas de que no podía obtener nada mejor, pero nadie pareció comprender mi magnífico gesto”.

En 1917 cuando P.G. Wodehouse se retiró de Vanity Fair, Dorothy lo sucedió como crítica teatral. Destilando su agresividad hasta el abuso, se convirtió en un suceso. En 1919 inauguró públicamente su perfil contestatario apoyando la gran huelga actoral, y se casó con Edwin Pond Parker II, un “chico bien” amigo del alcohol, y luego de la morfina, que la cautivó por su “bonito apellido”. Poco después, Edwin marchó a la guerra, dejándola sola en Nueva York, ya convertida para siempre en Dorothy Parker. Era la única mujer que hacía crítica teatral. Hizo una gran amistad con sus compañeros Peter Sherwood y Robert Benchley, y aquel mismo año comenzaron las reuniones del Círculo Vicioso en el Algonquin. Al mismo tiempo que se convertía en estrella neoyorquina, e ingresaba al denso mundo de la farándula intelectual, Dorothy comenzó a beber mucho. Sus brulotes cáusticos e intolerantes y sus respuestas insolentes divertían a los lectores y circulaban de boca en boca, gracias a la difusión que le daban periodistas amigos como Frank Pierce Adams, pero con mucha frecuencia desafiaban a los productores y los magnates que vivían del negocio teatral. En 1921 perdió su trabajo. “Destrocé tres obras –una de ellas La mujer del César, con Billie Burke–, que bajaron de cartel. Los productores, que eran Dillingham, Ziegfeld y Belasco, se disgustaron, así que fuí despedida. Vanity Fair no era una revista de opinión, y yo tenía opiniones”. Sherwood y Benchley, sus cofrades del Círculo Vicioso, renunciaron solidariamente a sus puestos. Dorothy y Benchley alquilaron una oficina y crearon el rubro “Parkbench”, con la idea de obtener trabajo editorial free-lance. Benchley, que había conseguido trabajo en Life, no iba mucho. “Compartíamos un despacho tan pequeño, que con una pulgada menos hubiera sido adulterio”. Cuenta la leyenda que, con el fin de atraer a clientes masculinos, Dorothy inscribió en la puerta la leyenda “Caballeros”. Para reforzar sus ingresos, empezó a escribir subtítulos para una película de D.W. Griffith, en lo que sería su primer contacto con el mundo del cine.

UN TIPO COMO ESE. Durante los tres años siguientes trabajó para la revista Ainslee’s, donde le permitían ser sarcástica y venenosa. En 1922 produjo su primer relato, Qué bonita estampa. En 1923, un aborto y su primer intento de suicidio, como consecuencia de un amorío con Charles MacArthur. En 1924, su primera pieza teatral, Estrecha armonía. En 1925, la encandiló Seward Collins, coleccionista de libros “eróticos” y editor, que en poco tiempo, se convertiría en fanático propagandista del fascismo, el nazismo y el espiritismo. Cuando muchos años después, Wilson preguntó a Dorothy si era cierto que Collins había muerto, ella repuso: “No sé, supongo que sí. ¿Qué otra cosa podría hacer un tipo como ese en este mundo?”.Aquel mismo año de 1925, Harold Ross ( “lunático profesional ignorante”, según Dorothy) inauguró The New Yorker, al que ella contribuyó con poemas, notas teatrales y relatos, y (a partir de 1927) con una columna de reseña bibliográfica que firmaba “Lector Constante”; todavía hoy, muchos lectores encuentran sus reseñas tan divertidas como sus cuentos. En 1926 publicó su primer libro de versos, Bastante soga, que se convirtió en un best-seller (los siguientes, Pistola del crepúsculo (1928), Muerte e Impuestos (1931) y No tan profundo como un pozo (1936) también resultaron éxitos) y viajó a París.

En 1927, ya divorciada de Jackson (estaban separados hacía tiempo), sus opiniones socio-políticas y su simpatía por perseguidos y oprimidos comenzaron a desbordar los límites impuestos por el periodismo: se unió fervorosamente a la lucha y protesta contra la ejecución de Sacco y Vanzetti. De paso, se enamoró de Gardner Jackson, ex periodista del Boston Globe y secretario del Comité de Defensa de los anarquistas condenados. Detenida en Boston durante una marcha de protesta, rehusó viajar en el furgón celular, insistiendo en caminar hasta la prisión. La ejecución de los dos inocentes estimuló su activismo: se convirtió en una de las luchadoras progresistas más inquietas de su época. La aventura con Jackson fue otro fracaso.

Los años de actividad política de Parker coincidieron con su apogeo como escritora de relatos. En 1929, el mismo año en que Una rubia imponente obtuvo el Premio O. Henry, se hundió la Bolsa de Nueva York y la Gran Depresión acabó con muchas cosas, entre ellas la Edad del Jazz, la “cultura del magazine” y las reuniones del Algonquin. Cundía el cine sonoro, y Hollywood, donde se fabricaba la droga que doparía a empobrecidos y desocupados, era el único lugar de los Estados Unidos donde se ganaba mucho dinero. Allí fue Dorothy, como tantos otros artistas e intelectuales. Era una starlette de la farándula intelectual, cuya fotografía aparecía frecuentemente en los revistas, y cuyas dichos corrían de boca en boca. En 1934, cuando se casó con el actor Alan Campbell, actor, escritor y militante progresista once años menor que ella, ante el solo rumor del matrimonio, varios periódicos enviaron reporteros a Nueva México.

DOLARES COMO NIEVE. En Hollywood, Campbell y Parker comenzaron a escribir guiones para los grandes estudios, trabajando arduamente para crear filmes olvidables a cambio de una enorme paga y escasa satisfacción. Con un ingreso de más de cinco mil dólares semanales, Parker pudo comprarse una residencia en Beverly Hills a cuya fiesta de inauguración concurrieron trescientas personas. Continuó colaborando con revistas neoyorquinas, pero durante sus años en Los Angeles su creatividad se paralizó: sus versos cesaron por completo. Uno de sus muchos guiones en colaboración fue el de Nace una estrella, que recibió un premio de la Academia; otro el de Sabotaje.

Simultáneamente, desarrolló incansable actividad gremial y política, activando en favor de los derechos civiles y de la causa de los republicanos españoles. Fue una de las fundadoras del Sindicato de Guionistas y de la Liga Antinazi de Hollywood. Colaboró en campañas contra la discriminación racial en el sur de los Estados Unidos, y formó parte del Comité de Defensa de los jóvenes Scottsboro, nueve negros injustamente acusados de violar a dos blancas, cuya ejecución finalmente se impidió. Organizó cenas en su casa de Beverly Hills para reunir fondos para los refugiados españoles; y fue, también, una de las primeras intelectuales americanas en denunciar la persecución nazi de los judíos. En octubre de 1937 viajó con Campbell a España; desde donde efectuó transmisiones radiales desde Radio Madrid y envió notables reportajes. También ayudó a financiar el film de Joris Ivens Tierra de España, cuya versión inglesa original es hablada por Ernest Hemingway.

El FBI le abrió el correspondiente prontuario (que hoy se puede consultar en Internet), y cuando ella quiso ser corresponsal en la Segunda Guerra Mundial le fue negado el pasaporte. De modo que sus relatos sobre la época, como El permiso maravilloso y Canto a una bata operan desde un punto de vista doméstico. Durante un cuarto de siglo, algún informante del FBI se hizo presente en los actos en que ella hablaba, para escucharla y tomar nota de sus dichos. Uno de estos agentes reportó haber escuchado en Filadelfia que Dorothy Parker era la “Reina de los Comunistas”. Fue puesta en la “lista negra” de Hollywood y, en 1951, llamada a declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas, donde invocó sus derechos constituciones y se negó a incriminarse y a dar nombres de supuestos camaradas .

En 1947 Dorothy y Campbell se divorciaron y volvieron a casarse en 1950, aunque vivieron separados entre 1952 y 1961. En 1963 una sobredosis de somníferos acabó con Campbell. Lillian Hellman, viuda de Dashiell Hammet y –según algunos—“el personaje más desagradable que produjo la cultura progresista en América”, acudió a ofrecer consuelo a su amiga. “¿Puedo hacer algo por ti?”, preguntó. “Consígueme un marido”, fue la respuesta. “Esta es la cosa de peor gusto con que me haya encontrado en mi vida”, repuso Lillian. “Entonces baja hasta la esquina, y me traes un especial de jamón y queso en pan de centeno, con poca mayonesa”. Claro que según una apreciación de Mary MacCarthy “Toda palabra que dice Hellman es mentira, incluyendo “y” y “el”.

En 1964 Dorothy Parker volvió definitivamente a Nueva York, donde vivió sus últimos años casi olvidada. Había sobrevivido a todos sus amigos. De vez en cuando alguien le hacía un reportaje, pero muchos la imaginaban muerta. “Si fuera decente, moriría”, dijo en una de esas entrevistas, en las que sistemáticamente declaraba poco valiosa su obra, y en general la de sus compinches del Algonquin: “Boquiabiertas que pasaban la vida atesorando chistes y diciéndose unos a otros lo geniales que eran. Pero los que escribían de veras, por mucho que se emborracharan, no estaban allí: eran Scott Fitzgerald, Dos Passos, Hemingway, Faulkner”. Vivía en el Hotel Volney, un señorial edificio de apartamentos, que albergaba a otras ancianas solitarias como ella, en compañía de sus consabidos perros, y de sus más que probables botellas de whisky. Recibió honores de la Academia Americana de Artes y Letras, y alguna cátedra cuyo desempeño la aburrió tanto como a sus alumnos, pero sus últimos escritos fueron rechazados por las revistas. Tampoco se representaban las piezas teatrales que había escrito o en las que había colaborado: Estrecha armonía, El hombre más feliz, La costa de Iliria, Las damas del corredor y La edad del hielo.



VEINTE AÑOS DESPUES. El 7 de junio de 1967 fue encontrada muerta de un ataque al corazón. Había designado heredero universal a Martin Luther King, y ejecutora literaria a Lillian Hellman. Esta, que imaginaba que su amistad sería premiada con efectivo y los derechos de la obra, exclamó: “¡Maldita sea! Me había prometido que la heredera sería yo. Sólo borracha pudo hacer esto”. Cuando, poco tiempo después, King fue asesinado, Hellman acudió a los tribunales para impedir que el legado pasara a la Asociación para el Progreso de la Gente de Color (NAACP). La corte falló en contra de ella que, exasperada, renovó sus maldiciones, y se olvidó de efectuar los trámites para disponer de las cenizas de su amiga, que fueron a parar a un estudio de abogados, donde “descansaron” veinte años en un mueble de archivo, hasta que la NAACP se hizo cargo de los despojos, y les proporcionó reposo en un pequeño cementerio en el cuartel general de la organización en Baltimore. Dorothy había pedido que su epitafio dijera “Perdonen el polvo”. El que ahora tiene incluye esa frase, pero es mucho más extenso, para dar cabida a una oportunista reflexión acerca de la amistad entre negros y judíos. Eclécticamente podría haberse acudido a los cuatro versos del Epitafio para una dama bonita, de la torturada poeta Dorothy Parker.

Deje para ella una rosa roja,
siga su camino y guarde su piedad.
La muerta es feliz porque bien sabe
que su polvo es una beldad.