FANTASTICA GLORIA DEL PEOR POETA DEL MUNDO

Poetas malos hubo y habrá siempre. La figura del bardo que al llamado de la Musa sólo sabe responder con disparates pertenece al orden natural de las cosas; quizá nada se produzca a ritmo más acelerado que la mala poesía.
No obstante, acceder a la excelencia como poeta malo no es tarea fácil. Cualquiera puede ser un poeta mediocre, pero la proporción adecuada de desmesurada ambición, temeraria confianza en si mismo y crasa incompetencia que requiere la misión del Gran Poeta Malo no está al alcance de aficionados. Hay que contar con esa indefinible cualidad que convierte lo malo en execrable. El poetastro mediocre puede aspirar al consuelo de un Premio Nacional, de un Premio Nobel o aun a la dirección de una biblioteca, pero su obra está condenada al olvido. La obra del gran poeta malo, en cambio, puede llegar a ser leída con delicia, y hasta a circular de mano en mano, según lo acredita el caso de William Topaz McGonagall, proclamado el Peor Poeta del Mundo, que como tal se hizo acreedor a una entrada en el Oxford Companion to English Literature. No en vano Ogden Nash, tras declarar que prefería ser un Gran Poeta Malo antes que un Mal Poeta Bueno, se aplicó a la tarea de lograr lo primero, sin lograrlo, por la sencilla razón de que era buen poeta, un verdadero campeón de la poesía light. ¿Quién se acuerda hoy de sus versos?:

El cerdo, si es que no estoy equivocado,
Nos da salchicha, jamón, tocino ahumado.
Por mucho que los demás no estén de acuerdo,
Me parece muy estúpido este cerdo.

Dos notables Superpoetastros ha creado la ficción. Uno perdura en las páginas de El Aleph: es el vate Carlos Argentino Daneri, primo hermano de Beatriz Viterbo, e inventor de esta estrofa:

Sepan. A manderecha del poste rutinario
(Viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)
Se aburre una osamenta -¿Color? Blanquiceleste-
Que da al corral de ovejas catadura de osario.

El otro se llama Enoch Soames, es autor de Negaciones y de Fungoides, y fue inmortalizado por un relato de Max Beerbohm, que lleva su nombre. El 3 de junio de 1897, Soames, que a pesar de su fracaso se cree un poeta genial, hace un pacto con el diablo en presencia del consternado Beerbohm: a cambio de su alma se proyectará, por un rato, cien años en el futuro, para gozar del reconocimiento que le espera. Esa misma tarde aparece en la sala de lectura del Museo Británico, tal como esta sería –fue- el 3 de junio de 1997. Ante la mirada asombrada de los presentes, que acaso lo esperaban, recorre ficheros y catálogos, sólo para descubrir que su nombre es ignorado, salvo como título del cuento que sobre él escribiría –escribió- Max Beerbohm. “Un escritor de la época, llamado Max Beerbohm, todavía vivo en el siglo veinte, escribió una historia en la cual retrató a un personaje imaginario llamado “Enoch Soames” –un escritor de tercera clase- que se creía un gran genio e hizo un trato con el diablo con el fin de averiguar lo que la posteridad pensaría de él...”.

MALOS DE VERDAD. Pero en el mundo competitivo de la mala poesía, la realidad supera a la ficción. Borges, que confesó alguna vez haber escrito versos horribles (La trinchera es en la estepa / un barco al abordaje con gallardete de hurras.), detectó muchas perlas del género. Asi, ridiculizó con saña al jesuita Baltasar Gracián, porque:

A las claras estrellas orientales
que palidecen en la vasta aurora,
apodó con palabra pecadora
gallinas de los campos celestiales.

Descubrió estos versos de Góngora:

Desnudo el joven, cuando el vestido
oceáno ha bebido,
restituir le hace a las arenas,
y al sol lo extiende luego,
que lamiéndolo apenas
su dulce lengua de templado fuego,
lento lo embiste, y con suave estilo
la menor onda chupa al menor hilo.

Y aun considerando a Unamuno “el primer escritor de nuestro idioma”, fue incapaz de silenciar esta cuarteta:

No de Apenino en la riente falda,
de Archanda nuestra la que alegra el boche,
recogí este verano a troche y moche
frescas rosas en campo de esmeralda...


Ante la cual, dice Borges, sentimos la vasta incomodidad del hombre que sorprende, sin querer, un secreto ridículo en una persona que aprecia. Macanea: lo que se siente, ante versos como estos, es un placer exótico, una rara felicidad emparentada con la que deparan otras estrofas monstruosas, como la que nunca se cansará de entonar Agustín Magaldi:

En una celda oscura del presidio lejano
el penado catorce su vida terminó:
cuentan los compañeros que el pobre presidiario
murió haciendo señas y nadie lo entendió.

Los latinos, ya sea por falta de sentido del humor o por imposición de un pacto mafioso, se han negado a dar a la poesía horrenda el lugar que esta merece; cuando Juan Ramón Jiménez y Pablo Neruda se denigran, no lo hacen con propósitos laudatorios, sino ofensivos. Pero entre sajones, la aristocracia de los malos poetas es reconocida en lo que vale, y se les brinda merecido agradecimiento por los servicios que prestan. Varias antologías y muchas páginas dedicadas al tema así lo atestiguan. La precursora es La Lechuza Embalsamada (1930), compilada por Wyndham Lewis y Charles Lee. Otra, Pegaso en descenso. El Libro del Mejor Verso Malo, de James Camp, X. J. Kennedy y Keith Waldrop (Macmillan, 1971), cuenta entre sus méritos, según un crítico entusiasta, el de no contener nada mediocre. En busca de los peores escritores del mundo, de Mick Page, abarca poesía y prosa: contiene hits como La Dentíada, poema épico-pedagógico sobre la higiene dental, del Dr. Solyman Brown; lo mejor de Samuel Wesley, cuya preocupación se centraba en la calidad de los temas (compuso la Oda a una Cola de Vaca y Una cena de patos malolientes). Otra colección deliciosa de poemas abominables es La alegría del verso malo, de Nicholas Parsons (Collins, 1988).
La apreciación refinada de la mala poesía exige una comprensión genuina de la poesía buena: imposible gozar de un poema infausto sin la contraimagen de un poema sublime. El secreto del Superpoetastro consiste en la ignorancia de la índole real de su talento: cultiva lo meretricio, lo ripioso, lo patético, lo sentimental, absolutamente seguro de que está escribiendo el mejor poema del mundo. ”La mala poesía –dijo Oscar Wilde- surge de un sentimiento genuino.” Otro punto sensible consiste en que la mejor mala poesía es mucho más difícil de traducir que la mejor buena poesía, especialmente en cuanto depende casi siempre de una rima horrible. Además, el traductor de mala poesía corre el peligro de traicionar al original, mejorándolo inadvertidamente.

TITANES EN EL RING. La competencia por el título de Peor Poeta del Mundo tuvo como protagonistas centrales –en el mundo de habla inglesa- a la norteamericana Julia A. Moore (a) "La dulce cantante de Michigan" y al escocés William Topaz McGonagall (a) "El Caballero del Elefante Blanco". Atrás quedaron pesos pesados como Margaret Cavendish, duquesa de Newcastle, calificada de loca,engreída y ridícula por Samuel Pepys, quien añadió que su poesía es la cosa más ridícula que jamás se haya escrito, y el poeta prerrafaelita Thephilus Marzials (a quien Rossetti detestaba a más no poder), que es reivindicado por muchos como autor del peor poema escrito en inglés, incluido en el libro La Galería de las Palomas, de 1874. La duquesa de Cavendish, cuya existencia registran los diccionarios de literatura, publicó en 1653 Poemas y fantasías. Muchos de sus engendros versan sobre temas de ciencias físicas y naturales, y tienen propósitos didácticos. Qué es el líquido dice:

No llamemos líquido a todo lo fluyente,
Porque el fuego del agua es diferente,
Lo líquido siempre está húmedo y mojado,
El fuego tal propiedad nunca ha logrado.
Al fuego no lo apaga la frialdad,
Lo que lo mata, sin duda, es la humedad.

Julia A. Moore (1847-1920) ganó renombre y un público fanático por obra y gracia de versos ineptos y espantosos. Su primer libro, La Dulce Cantora de Michigan, publicado en 1876, fue recibido ferozmente por los críticos de la época, que literalmente se desternillaron de risa. “Un jalón en la historia de la mala poesía.” “No conocemos nada así en toda la literatura antigua y moderna, y eso nos produce mucho jolgorio.” “Si Shakespeare pudiera leerlos, se alegraría de estar muerto.” “Para satisfacer las perentorias exigencias lacrimógenas de Julia Moore, los conductos lacrimales deberían estar abastecidos por monumentales tanques de agua”, fueron algunas de las opiniones. Pero la autora tomó muchas de estas burlas como auténticos elogios, y parte del público también, y el libro se convirtió en un best-seller.
Los poemas de Julia son a menudo conmemorativos, siempre sentimentales; su tema preferido son las catástrofes y los decesos trágicos y violentos. El gran incendio de Chicago, el desastre ferroviario de Ashtabula, la Guerra Civil, la epidemia sureña de fiebre amarilla, la muerte por asfixia, por viruela, por ataque cerebral, por el rayo, la explosión, el desmoronamiento, encontraban en ella el registro más sensible; la mortalidad infantil, especialmente cuando la víctima era un niño de cabellos rubios y ojos azules, suscitaba en ella epitafios tan mórbidos como ridículos. Julia es peor que una ametralladora Gatling –escribió Bill Nye-; he contado veintiún muertos y nueve estropeados en el pequeño volumen que ha librado al público. Mark Twain la consideró durante veinte años su poeta favorito (tanto lo hacía reír), y en ella modeló a Emmeline Grangerford de Huckleberry Finn. Stephen Leacock, en Humor and Humanity: An Introduction to the Study of Humor, la llamó la más grande poeta supercómica de América. Pero en 1878, cuando apareció su segundo libro, Unas Pocas Palabras al Público con Nuevos y Originales Poemas, su moda había muerto, y ella abandonó la liza. En 1920, su muerte pasó casi desapercibida.

EL INVENCIBLE WILLIAM TOPAZ MC GONAGALL. Aunque nació y murió en Edinburgo, William Topaz McGonagall, Maestro del verso destrozado y de la rima ridícula, bardo de lo banal, es celebrado por su adoptiva ciudad de Dundee como si fuera su tocayo Shakespeare. Dundee es una ciudad a cuarenta millas de la capital de Escocia, bañada por el río Tay, cuyas bellezas, así como las del monumental puente que lo cruza fueron celebradas por el bardo con versos como estos:

El Tay, el Tay, el Tay, quién lo diría,
Corre de Perth a Dundee todo el día.

McGonagall hubiera hecho mejor negocio que Enoch Soames haciendo un pacto con el diablo. Si renaciera hoy en Dundee, descubriría que es venerado como el Peor Poeta del Mundo (mérito que es difícil disputarle), que hay una Sociedad McGonagall, que la ribera norte del río Tay se llama Rambla McGonagall, que en su pavimento fueron estampados a fuego sus versos que dicen:

Hermoso puente ferroviario sobre el plateado Tay
Con tus arcos y pilares como otros no hay,
Y tus vigas centrales, que parecen al ojo,
Elevarse hasta el cielo con intrépido arrojo.

También verificaría la existencia de una Plaza McGonagall, con placas de bronce que lo recuerdan, que la Biblioteca y la Universidad de Dundee coleccionan y difunden su obra, sistemáticamente reeditada, y que el Oxford Companion to English Literature le dedica seis líneas, que terminan diciendo: Su poesía inocentona y ripiosa sigue entreteniendo, y ahora goza de reputación como el peor poeta del mundo. Constataría también que una película llamada El Gran McGonagall (en la que es personificado por Spike Milligan, mientras Peter Sellers hace de Reina Victoria) saca partido de sus desventuras; que en 1965, un concurso destinado a descubrir poetas de su calibre, con importantes premios en dinero donados por una compañía petrolera, y con Peter Sellers y Spike Milligan entre los jurados, fue declarado desierto; que cada 29 de septiembre los notables de la ciudad se reunen en una cena, que empieza por el postre y termina con el primer plato, en homenaje nada menos que a él, al excéntrico versificador que recitaba su obra y la de Shakespeare en tabernas y salones, vestido con típico atuendo escocés y enarbolando un sable, y que a menudo era acribillado con fruta podrida. McGonagall es un típico personaje de Dundee, dijo, en la conmemoración del centenario de su muerte, Iain Luke, miembro del Parlamento. Se lo ame o se lo niegue, no se puede negar que tenía una fuerte personalidad, apasionada por la poesía y por Dundee -añadió Mervyn Rolfe-. Su uso verdaderamente atroz del metro y la rima y su inquebrantable confianza en sí mismo le han ganado la consideración de los corazones de miles de fanáticos en todo el mundo.
McGonagall nació en Edinburgo en 1825. Era hijo de un tejedor y trabajó en la profesión de su padre, hasta que el trabajo de tejedor empezó a escasear, por culpa de las máquinas. Autodidacta, le gustaba proclamar que William McGonagall, como su tocayo Shakespeare, aprendió más de la naturaleza que en la escuela. Entusiasta del teatro, en una ocasión logró hacer el papel de Macbeth en el teatro de Dundee (gracias a una colecta de sus compañeros de trabajo, que alquilaron la sala) y le estropeó la noche a Macduff rehusándose a morir según indica el libreto. Continué batiéndome hasta que él no pudo más, y hasta que un anciano entre el público gritó “¡Bravo, McGonagall, así se hace!, recordó el Bardo del Tay en su Autobiografía.

La Musa de la Poesía lo visitó a los cuarenta y siete años: Fue tan extraño, imaginé que tenía una pluma en mi mano derecha, y que una voz gritaba: ¡Escribe! ¡Escribe!. McGonagall obedeció en el acto, y ya nunca se detuvo: más de trescientos poemas surgieron de su pluma. Publicó sus primeras Gemas Poéticas en 1878 (el mismo año en que Julia Moore publicó su último libro), y a estas siguieron sucesivas Gemas Completas, y una enorme cantidad de volantes y folletos que vendía en sus lecturas y representaciones públicas, en las que cobraba entrada. Según la leyenda, en esas lecturas predominaban los abucheos, pero está documentado que no le faltaron a McGonagall admiradores sinceros. La versión más maliciosa informa que muchas de sus presentaciones eran organizadas por bromistas que sólo pretendían usarlo de bufón, y que él se prestaba de buena gana, para ganarse la vida. Sólo una vez se le pagó por unos versos, un panegírico comercial del jabón Sunlight que dice:

Lavará usted con presteza asombrosa,
Sin estropearse espalda ni cerviz.
¡Ni cuando lave la ropa más roñosa
Chorreará el sudor de su nariz!

La vida de McGonagall fue, como la de tantos elegidos, un sinsabor parejo, pero muy pintoresco. Parte de los airosos “arcos, pilares y vigas centrales” de su amado puente sobre el río Tay, inaugurado en 1878, en vez de elevarse hacia el cielo con intrépido arrojo, estrepitosamente se hundieron al paso de un tren durante la noche del 29 de setiembre de 1879, matando a todos los pasajeros, y desencadenando en McGonagall, además del correspondiente poema alegórico, una depresión que casi lo hizo abandonar la poesía. Pero el puente fue reconstruido en 1887. Tras la muerte de Alfred Tennyson, el Bardo de Dundee efectuó una peregrina travesía pedestre de más de cincuenta millas hasta el Castillo de Balmoral, con sus libros bajo el brazo, para reclamar el puesto de Poeta Laureado a la Reina Victoria. No pudo verla, y se le dijo que si volvía a aparecer por allí, sería arrestado (la reina otorgó el cargo a Alfred Austin, escritorzuelo mediocre mucho menos simpático que el escocés). Nada era tan fácil como hacer caer a McGonagall en las trampas más crueles: respondiendo a una absurda invitación, desembarcó en Nueva York con unas monedas en el bolsillo, dispuesto a realizar giras de recitados y representaciones: tuvo que rescatarlo un amigo de Dundee que le envió dinero para que volviera a Escocia. Otra falsa invitación (supuestamente, del gran dramaturgo Dion Boucicault, que decía necesitarlo para una gira por el interior de Inglaterra) lo llevó a Londres, donde también fue burlado. Ya vivía en Perth, cuando un tal “C. McDonald, Poeta Laureado de Birmania”, le comunicó, también por carta, que el rey de Birmania y las Islas Andaman –consternado por el desaire que le había infligido la reina Victoria- lo había hecho Caballero de la Orden del Elefante Blanco. Desde entonces, McGonagall usó su nuevo título en cada ocasión posible, pero se abstuvo de viajar a la India; quizá porque había escarmentado, quizá debido a la advertencia de que el rey de Birmania “no ofendería su sensibilidad ofreciéndole sucio lucro como paga por lo que usted pueda componer en su honor tras recibir la insignia de la Santa Orden”.
Pasó sus últimos años en Edinburgo, donde no faltaban concurrentes en sus recitales. Murió de un ataque cerebral en 1902, sin soñar que lo esperaba una exótica gloria sin frutas podridas. El canon de la mala poesía es materia tan opinable como cualquier otro canon literario, pero no ha nacido todavía el Harold Bloom que ponga en tela de juicio la primacía indiscutible del hijo dilecto de Dundee.



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