La lectura nunca careció de oponentes. Desde Platón, para quien los libros pueden ser “el peor de los enemigos”, hasta el ministro de propaganda nazi Joseph Goebbels, que el 10 de mayo de 1933 presidió en Berlín, ante las cámaras, la quema de más de veinte mil libros en medio de los aplausos del populacho, o el “¡Alpargatas sí, libros no!” del general Perón, han corrido y ardido mares de tinta y miles de lectores. En tiempos de Platón no existía la imprenta, y este griego amante del diálogo no creía, como Voltaire, que “los libros disipan la ignorancia, que es custodia y salvaguarda de los Estados bien gobernados”, cosa que sí sabía Goebbels. No obstante, el libro terminó por triunfar sobre sus más feroces enemigos; falta ver si no fue la suya una victoria a lo Pirro. La industria editorial moviliza millones de dólares cada año, y la mera tenencia de libros se convirtió, como la tenencia de Rolex, en una fuente de prestigio. ¿Pero cuántos son los que consultan la hora en sus Rolex? Hace poco, Tim Parks decía:
Con la expansión de los medios electrónicos interactivos, un hombre solo en su propia casa está hoy mejor situado que nunca para llenar el inexplicable espacio mental entre la cuna y el crematorio… En este escenario no puede sino parecer verosímil que los libros serán más y más confinados a esos momentos de viaje o defecación dificultosa, durante los cuales la gente no ha encontrado todavía qué hacer.
El libro no leído, símbolo ominoso de la época, bien puede clamar ahora: “Cuídenme de mis amigos, que de mis enemigos me he librado”. Y también recurrir a otro viejo slogan: “Agarrá los libros, que no muerden”.
“La posesión de libros se ha convertido en un sustituto de su lectura”, denunció Anthony Burgess. Y añadió Nielsen Hayden: “Los libros que hemos comprado y almacenado sin leerlos emiten una radiación benéfica y gentil: si alguna vez los leemos se comportan casi como viejos amigos”. Se lee mucho menos de lo que se dice, y muchísimo menos de lo que se vende. La mención de la Biblia como el “best-seller menos leído del mundo” es un lugar común, como lo son, en este terreno, las revelaciones más asombrosas: al vender casi diez millones de ejemplares, Una Breve Historia del tiempo, de Stephen Hawking, estuvo a punto de arrebatar al Libro Guinness de los Records el dudoso record de ser “el libro menos leído de las fiestas”. Compulsas realizadas por la BBC establecieron que el número de libros regalados para Navidad que jamás serán leídos supera el millón de ejemplares anual. En su afán de obtener prestigio y simular “cultura”, los falsos lectores o lectores “chanta” incurren en gaffes patéticas: el ex-presidente argentino Menem declaró como uno de sus autores preferidos a Sócrates, que bebió la cicuta, pero jamás escribió una línea. Esta especie de lector “chanta” ya había sido detectado por Séneca: “Muchas personas ineducadas utilizan los libros no como instrumentos de aprendizaje, sino como decoración para el comedor”. Mucho antes de Menem, los falsos lectores habían engendrado falsos libros y falsas bibliotecas: en el siglo XVIII, el “librero” Klostermann hizo fortuna en Rusia, fabricando y vendiendo tomos lujosamente encuadernados cuyas páginas eran de papel en blanco: con estas bibliotecas de utilería, los cortesanos halagaban y engañaban a la emperatriz Catalina, amante de la lectura. Hoy, cuando la simulación debe efectuarse de puertas afuera, se recurre a la portación de libros, que ha dado lugar a todo un folklore acerca de la “cultura de sobaco”.
Borges se figuraba el Paraíso “bajo la especie de una biblioteca”. Que tanta gente compre más libros de los que puede leer, refleja, quizá, la utópica pretensión de alcanzar el Cielo en la tierra. La oleada de codicia que se apodera del lector que entra en una librería es a menudo irresistible. Pero de la posesión venial a la real, media gran distancia: muchísimos lectores quieren leer, pero no pueden. El “desocupado lector” invocado por Cervantes al comienzo de su Quijote ya no existe: el poco quijotesco lector de hoy está ocupadísimo; y la imposibilidad de leer todo, o una ínfima parte de todo, tortura hasta a los lectores más empedernidos: nadie la describió mejor que Borges:
Tras el cristal ya gris la noche cesa
y del alto de libros que una trunca
sombra dilata por la vaga mesa,
alguno habrá que no leeremos nunca.
Brad Leithauser, en The New Yorker, recomienda eludir la tortura consumiendo literatura de divulgación científica: “El lector que compra, pero no lee, la Historia de Genji, el Leviatán de Hobbes, o la Vida del Dr. Johnson, de Boswell, introduce en su casa una inagotable fuente de culpa; estos libros son clásicos y nos reprocharán eternamente el no ser leídos. Pero el lector que compra el último volumen sobre inteligencia artificial, teoría cuántica, paleontología o agujeros negros puede vivir tranquilo; sabe que con cada mes que pasa la urgencia de la lectura se desvanecerá, y que a más tardar en unos pocos años, nadie podrá reprocharle nada”. Semejante triquiñuela no convence a George Steiner:
El que no haya experimentado la fascinación llena de reproches de las grandes estanterías llenas de libros no leídos, no es un verdadero lector. Todo lector auténtico arrastra consigo el eco regañón de la omisión, de las estanterías de libros por las que ha pasado a toda prisa, de los libros sobre cuyos lomos ha pasado los dedos con ciego apresuramiento. Yo me he dejado escurrir una docena de veces por la gigantesca historia de Sari sobre el Concilio de Trento, o por las opera omnia de Hartmann lujosamente encuadernadas… …Los ocho volúmenes, no leídos, de la historia de Sorel me persiguen.
Waterstone, cadena de librerías con doscientas sucursales en Inglaterra, Irlanda y Europa, realizó una encuesta para determinar cuál era el libro que más culpable hacía sentir a la gente que no lo había leído. Ganó En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Cuando el film de Ruiz puso de moda la novela, haciéndola avanzar tres mil puestos en una semana en la lista de best-sellers Booktrack, y dando nacimiento a la efímera industria que produjo libros Cómo Proust puede cambiar su vida, de Alain De Botton; El Año de Leer a Proust, de Phyllis Rose; una controvertida versión comic de Sthephane Heuet; y una fantástica Guía de Jardinería Proustiana, Stephen Moss consideró llegado el momento de intentar una vez más su lectura, no sin publicar un divertido artículo, anunciando su decisión de atacar la vieja edición Penguin que ya había intentado sortear varias veces:
A la recherche du temps perdu, de Proust (o, en nuestro idioma, ¿Cómo voy a encontrar tiempo para leer esto?) es la piedra angular de la literatura moderna; y, al mismo tiempo, un libro que poca gente ha leído de veras. Proust lo escribió tras la muerte de su madre, cuando abandonó la sociedad para recluirse en su famosa habitación tapizada en corcho para reflexionar sobre la memoria, el arte y la culpa. Se pasó allí las siguientes dos décadas, saliendo sólo ocasionalmente, habitualmente de noche. Este es precisamente el método a emplear si usted pretende leer esta obra maestra.
Persistiré: alcanzaré el final, gozando del viaje en sí mismo, pero también agradeceré, al llegar a la meta, haber obtenido una especie de absolución literaria. ¡Qué maravilloso será sentirme libre de aquella culpa, haber leído finalmente a Proust! Entonces sólo quedarán el Viejo Testamento, el Corán, el Mahabharata, la Divina Comedia, el Decamerón, Tristam Shandy, un poco de Borges, la mayor parte de Freud, todo Goethe… […] …Dos Passos, Willa Cather, Edith Wharton, los Pensamientos de Pascal… Podría seguir, pero tengo que leer un libro.
Las exigencia de la gran tradición literaria y del establishment cultural es mayor para los “lectores” del “Tercer Mundo”, que a los títulos impuestos por el canon cultural internacional en boga, deben añadir el vernáculo: Sarmiento, José Hernández, Jorge Amado o Jorge Edwards, además de Goethe, Walt Whitman, Calvino o Ray Bradbury.
La pasión del lector sofocado fue humorísticamente registrada por Italo Calvino en el primer capítulo de Si una noche de invierno un viajero, al describir el calvario de un lector en busca de su novela:
Ya en el escaparate de la librería localizaste la portada con el título que buscabas. Siguiendo esa huella visual te abriste paso en la tienda a través de la tupida barrera de los Libros Que No Has leído que te miraban ceñudos desde mostradores y estanterías tratando de intimidarte. Pero tú sabes que no debes dejarte imponer respeto, que entre ellos se despliegan hectáreas y hectáreas de los Libros Que Puedes Prescindir de Leer, de los Libros Hechos Para Otros Usos Que La Lectura, de los Libros Ya Leídos Sin Necesidad Siquiera De Abrirlos Pues Pertenecen A La Categoría De Lo Ya Leído Antes Aún De Haber Sido Escrito. Y así superas el primer cinturón de baluartes y te cae encima la infantería de los Libros Que Si Tuvieras Más Vidas Que Vivir Ciertamente Los Leerías También De Buen Grado Pero Por Desgracia Los Días Que tienes Que Vivir Son Los Que Son. … Saltas sobre ellos y llegas en medio de las falanges de los Libros Que Tienes Intención De Leer Aunque Antes Deberías Leer Otros, de los Libros Demasiado Caros que Podrías Esperar A Comprarlos Cuando Los Revendan A Mitad De Precio, de los Libros Que Podrías Pedirle A Alguien Que Te Preste, de los Libros Que Todos Han Leído Conque Es Casi Como Si Los Hubieras Leído También Tú. Eludiendo estos asaltos, llegas bajo las torres del fortín, donde ofrecen resistencia los Libros Que Hace Mucho Tiempo Tienes Programado Leer, los Libros Que Buscabas Desde Hace Años Sin Encontrarlos, los Libros Que Se Refieren A Algo Que Te Interesa En Este Momento, los Libros
Que Quieres Tener Al Alcance De La Mano Por Si Acaso, los Libros Que Te Inspiran Una curiosidad Repentina, Frenética Y No Claramente Justificable.… …Hete aquí que te ha sido posible reducir el número ilimitado de fuerzas, aunque este relativo alivio se vea acechado por las emboscadas de los Libros Leídos Hace Tanto Tiempo Que Sería Hora De Releerlos y de los Libros Que Has Fingido Siempre Haber Leído Mientras Que Ya Sería Hora De Que Te Decidieses A Leerlos De Veras. Te liberas con rápidos zigzags y penetras de un salto en la ciudadela de las Novedades Cuyo Autor O Tema Te Atrae…
En 1886, The Pall Mall Gazette de Londres realizaba una compulsa para establecer cuales eran “Los Mejores Cien Libros” según “Los Mejores Cien Jueces”. Oscar Wilde intervino de oficio, mediante una carta titulada Leer o no leer. Los libros –decía Wilde– pueden ser convenientemente divididos en tres clases: libros a leer, libros a releer y libros que no hay que leer, por nada del mundo.
Esta tercera clase es la más importante. Decirle a la gente qué tiene que leer es inútil o dañino, porque la apreciación de la literatura es cuestión de temperamento, no de enseñanza: no hay manual para alcanzar el Parnaso, ni vale la pena aprender nada de lo que puede aprenderse. Pero decirle a la gente lo que no hay que leer es un asunto muy distinto, y me atrevo a recomendarlo como una misión para el Plan de Extensión Universitaria. Es algo eminentemente necesario en esta época nuestra, una época que lee tanto que no tiene tiempo de admirar, y escribe tanto que no tiene tiempo de pensar. Cualquiera que seleccione del caos de nuestra moderna curricula “Los Cien Peores Libros”, y publique una lista de ellos, conferirá a las próximas generaciones un real y duradero beneficio.
Hoy, alegatos como el Manifiesto de un Lector, de B.R. Myers, han declarado llegada la hora de alzarse contra el establishment crítico-literario, cuestionando los mecanismos con que se “fuerza” al consumo de obras “infladas”, y señalando deficiencias y preferencias en el otorgamiento de premios y el tratamiento de libros y autores por la gran crítica. Para Myers muchas “obras maestras literarias” de la actualidad son realizaciones mediocres, escritas en una prosa deliberadamente farragosa, para dar impresión de profundidad artística y disimular la falta de talento.
Pero aun dejando en suspenso buena parte de las prescripciones sospechables de la crítica (“hasta que el tiempo las confirme”, bromeaba Gudiño Kieffer) queda mucho que leer. Leyendo dos libros por mes, una biblioteca de cien libros exige más de cuatro años, una de mil libros, más de cuarenta. ¿Por dónde debe empezar un lector de alma, dotado del tiempo necesario para leer dos libros por mes? Muchos artistas, escritores y críticos insospechables definieron listas de obras de lectura imprescindible. Si se examinan unas pocas, como las de Raymond Queneau, Henry Miller, Marianne Moore, Anthony Burguess, Philip Ward o Mortimer Adler, se descubrirán significativas coincidencias, además de muchas diferencias. Libros como la Guía de lecturas informales, de José Edmundo Clemente, pueden resultar igualmente valiosos.
Tanto para el falso lector como para el lector de alma sería una novedosa ayuda que las críticas dieran información argumental de las obras reseñadas, para brindar la cual algunos críticos deberían renunciar a su propia condición de falsos lectores. Otra innovación de oro sería la publicación sistemática de reseñas de obras clásicas, dando por muerta la irresponsable superstición que da por sentado que todo el mundo las leyó. Los racconti de libros no son literatura, pero sí valiosa información, y facilitan un estado mental muy superior a la ignorancia absoluta y al que habitualmente inducen las versiones cinematográficas de los libros. En la época de las fotocopias y los resúmenes, cuando las publicaciones científicas y técnicas ofrecen un abstract de cada artículo, el aporte de información sintética no debe hacer rasgar las vestiduras a nadie: es más probable acabar leyendo la Biblia guiado por un enjundioso resumen del Libro de Job que viendo televisión.
Importantes diccionarios y enciclopedias literarias reconocen esta necesidad: The Oxford Companion to English Literature resume gran cantidad de obras, muchas no inglesas, para beneficio de sus consultantes: condensa el Quijote en veintinueve líneas; Gargantúa y Pantagruel en cuarenta y tantas. Mucho más sucintamente, Good Reading. A Guide to the World's Best Books ofrece en unas doscientas páginas más de mil referencias de este estilo: “Melodramática historia del incendio de la Roma de Nerón, combates de gladiadores y martirologio cristiano” (Quo Vadis, de Henryk Sienkiewicz); “Un genio musical lucha contra la pobreza, obtiene éxito y, finalmente, a la espera de la muerte, obtiene la paz” (Juan Cristóbal, de Romain Rolland).
El mayor esfuerzo unipersonal de sumarización de obras literarias es Mil libros del polígrafo, músico, pintor, abogado, rentista y empresario de pompas fúnebres español Luis Nueda, publicado por primera vez en 1940 y ampliado, en ediciones posteriores, por Antonio Espina, se encuentra de vez en cuando en las librerías de viejo de Tristán Narvaja,en Montevideo. Bajo la advocación del lema de Gracián “Obran más quintaesencias que fárragos”, Mil libros ofrece “reseñas claras y fieles del contenido de más de un millar de volúmenes de ciencias, filosofía, religión, literatura, ensayos, novelas, etc., las doctrinas e hipótesis más trascendentales en diversas materias; los pensamientos más bellos y profundos de los hombres más eminentes de todos los tiempos”: una verdadera oportunidad para quienes persigan un doctorado en falsa lectura, y una lectura más –que no puede ser inútil– para el lector de alma.
El compendio de Nueda carga el gravoso peso de sus opiniones personales: contiene extensas reseñas de Mi lucha, de Hitler; de El fascismo, de Mussolini; de los Discursos y escritos de José Antonio Primo de Rivera; de los Protocolos de los Sabios de Sión. Según su propia advertencia, omite reseñas de “la mayoría de las novelas y narraciones de carácter sexual predominante (eróticas, semipornográficas, patológicas y aun teratológicas)”. Atiende ciertas prohibiciones del Index Librorum Prohibitorum, aunque a veces haga caso omiso de ellas, como con Zola. Pero aun dentro de estos límites, su tratado es una compilación impresionante, y sus reseñas son útiles, y a veces pintorescas. Así, quien no conozca los Recuerdos entomológicos de Fabre, puede hacerse idea de ellos leyendo treinta y tres páginas, y es un excelente negocio trabar conocimiento de dieciocho libros de Blasco Ibánez mediante la mera lectura de ocho páginas. Algunos resúmenes proporcionan un conocimiento mayor de contenidos de obras que el que habitualmente poseen muchos estudiantes universitarios.
¿Y el lector de alma? ¿El lector que quiere leer de verdad? Puede acudir al espléndido consejo de Kafka, señor de laberintos y confusiones.
Creo que sólo debemos leer libros que nos muerdan y nos arañen. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un mazazo en el cráneo, ¿para qué molestarnos en leerlo? ¿Para que nos haga felices, dices tú? Cielo santo, ¡seríamos igualmente felices si no tuviéramos ningún libro! Los libros que nos hacen felices podríamos escribirlos nosotros mismos si no nos quedara otro remedio. Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a las junglas más remotas, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado dentro de nosotros.
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